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La sublimación y el celibato consagrado

La sublimación es un concepto complejo y de permanente debate en el mundo psicoanalítico. No es fácil distinguir cuándo nos encontramos ante la sublimación, la represión o la renuncia de la pulsión. Al sublimar se lleva a cabo un cambio en su fin y en su objeto; es decir, la pulsión ya no busca la eliminación de su tensión mediante la satisfacción sexual o agresiva directa, sino que se satisface indirectamente a partir de un objeto distinto y valorado socialmente (Freud, 1910). 

Roudinesco y Plon (2008) definen la sublimación como un “tipo particular de actividad humana (creación literaria, artística, intelectual) sin relación aparente con la sexualidad, pero que extrae su fuerza de la pulsión sexual desplazada hacia un fin no sexual, invistiendo objetos valorizados socialmente” (p. 1052). Estos objetos tendrán en común la característica de ser socialmente apreciados, lo cual implica no solamente que puedan ser valorizados por otros, además del sujeto mismo, sino que este juicio tenga un alcance colectivo o cultural.

En el artículo La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna encontramos enunciada la función del modo más claro, al servicio del trabajo de la cultura: “A esta facultad de permutar la meta sexual originaria por otra, ya no sexual, pero psíquicamente emparentada con ella, se le llama la facultad para la sublimación”. (Freud, 1908, p. 168). La sublimación abre posibilidades de descarga pulsional allí donde la represión imponía una mera y simple barrera. Sin embargo, no siempre es clara su elaboración teórica, especialmente cuando diferencia, minimizándola, la “formación reactiva” y la sublimación.

Sabemos que Freud (1927; 1939) fue crítico a las creencias religiosas, situando a la religión del lado de la represión y, por tanto, de la neurosis, como lo muestra sobre todo en el artículo “El porvenir de una ilusión” y en “Moisés y la religión monoteísta”. Sin embargo, hay otros textos en donde Freud no pudo anular la posibilidad de que la experiencia religiosa pudiera ser considerada como resultado de un proceso sublimatorio y un espacio favorable para encauzar un cierto capital afectivo sexual de las personas. 

Por razones de extensión sólo expongo una muestra de estos textos. En Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico, a propósito de su polémica con Jung, Freud (1914, XIV) señala que “las representaciones sexuales procedentes del complejo familiar y de la elección incestuosa de objeto son empleadas en la figuración de los supremos intereses éticos y religiosos de los hombres” (p. 59). También nos habla Freud (1925) de la sublimación religiosa en su Autobiografía, al referirse a la labor de su amigo, el pastor protestante Oscar Pfister, “quien halló compatible el cultivo del análisis con su adhesión a una religiosidad, es cierto que sublimada” (p. 65).

Ante lo anterior, es pertinente indicar que el concepto de sublimación, es utilizado por el magisterio desde dos perspectivas; la primera entiende la sublimación como una transformación de la realidad hacia algo más elevado, como una superación de una condición natural, una forma de espiritualizar lo humano (Cf. Pablo VI, homilía del 25 de mayo de 1975; Juan Pablo II, Slavorum Apostoli, 1985, 11).

La segunda forma, también la propone Pablo VI (Sacerdotalis Caelibatus, 1967, 55) cuando indica que el celibato requiere de una comprensión clara, un control personal cuidadoso y una sabia sublimación de la mente hacia un nivel más elevado. Al elevar integralmente a la persona, el celibato promueve eficazmente su perfección. Lo contrario es comprender el celibato como un “desprecio del “instinto sexual[1]” idea que puede traer consecuencias para el “bienestar físico y mental”.

En el documento Sexualidad humana: verdad y significado (Pontificio Consejo para la Familia, 1995, 68) se pide a los padres que fomenten en sus hijos “el espíritu de colaboración, obediencia, generosidad y abnegación, y favorecer la capacidad de autorreflexión y sublimación”. Es decir, proponen la actividad intelectual como una fuerza que permite controlar la realidad y en el futuro los “instintos del cuerpo, y así transformarlos en actividad intelectual y racional”.

            El sacerdote Amedeo Cencini, teólogo y psicólogo, es autor de numerosos libros, consultor del Vaticano y gran referente en temas de afectividad, espiritualidad y formación a la vida religiosa y sacerdotal. Este autor es seguidor de la escuela psicológica fundada por el jesuita Luigi M. Rulla, que incorporó de una manera muy particular conceptos teóricos freudianos al proceso vocacional, dándoles una comprensión que se distancia de la tradición psicoanalítica contemporánea.

Cencini, con sus propuestas y reflexiones, ha sido un gran aporte a la vida consagrada en estos últimos años. Sin embargo, en uno de sus libros, citando supuestamente a Freud[2], plantea que la sublimación es una especie de “disfraz” del “instinto original” que encuentra así una “satisfacción sustitutiva”. (Cf. Persona y formación, 181). Además, indica que “La sublimación es el proceso mediante el cual impulsos inaceptables (especialmente sexo y agresividad) son canalizados hacia metas superiores, social y personalmente aceptables, encontrando así su satisfacción…”.

Llama la atención, en primer lugar, que Freud, en ese escrito citado, no habla de la sublimación como un disfraz de las pulsiones sexuales, ni siquiera menciona la palabra; entiende este mecanismo como un proceso mediante el cual las pulsiones, que son complejas y provienen de diversas zonas erógenas, se desvían de sus metas sexuales originales hacia otros objetivos más aceptables y valorados socialmente. En segundo lugar, la sublimación no solo procesa impulsos inaceptables, sino que se subliman otros impulsos que no se consideran inherentemente inaceptables, pero que buscan una expresión a través de otros fines y objetos. No siempre el mecanismo de la sublimación se conduce hacia metas superiores; sería más preciso describir las nuevas direcciones de los impulsos como «social y personalmente aceptables» o «adaptativas», sin implicar ninguna valoración implícita sobre su mérito propio.

La sublimación permite al individuo satisfacer sus impulsos de manera más adecuada y socialmente tolerable, al tiempo que reduce la ansiedad y el malestar asociados con la satisfacción directa de los impulsos en su forma original.

Es muy debatible que Cencini indique que “el concepto de sublimación aplicado fuera de los casos patológicos es de dudoso valor”. Este autor afirma que la sublimación reduce las acciones buenas a una forma de encubrimiento de los impulsos. Por tanto, la motivación suprema sigue siendo siempre el “instinto” y la persona que sublima sigue siendo el lobo que se oculta bajo la piel de oveja. Todo permanece como instinto, la sublimación cambia la etiqueta o la confección externa, pero el contenido no varía. Esto, según Cencini, niega la posibilidad de verdaderas motivaciones originales inspiradas en los valores.

Es sin duda preocupante la postura del autor, dada su influencia en la Iglesia. Es una desacertada comprensión y me imagino que contiene un prejuicio contra las ideas freudianas y psicoanalíticas, aunque su escuela de pensamiento utiliza estos conceptos para formular su doctrina. Considero inadecuado este planteamiento puesto que el conocimiento de la dinámica de la sublimación es muy necesario para vivir un celibato sano y más testimonial y pareciera ser que este autor ve con sospecha per se el impulso sexual.

            Incluso Cencini (Persona y formación, 342) llega a decir: “El célibe que sublima sería sólo un individuo que busca la satisfacción sexual en modo indirecto o velado, obligado a contentarse con las migajas o con los símbolos y, sobre todo, no transgrediendo alguna prohibición social o dictamen ético; más aún, sería casi un héroe moral.”

El proceso sublimatorio va a depender de las capacidades de cada individuo, de su estructura de personalidad, y de su biografía. Las sublimaciones estarán influidas a partir de la conformación que alcanzó el propio yo, según las identificaciones y contraidentificaciones que se llevaron a cabo. Por lo tanto, no bastará el esfuerzo personal para alcanzar un celibato sano ni una vida espiritual muy piadosa.  

La sublimación, en cierto modo, puede verse como un delicado tejido que se entrelaza, se asegura y se desenreda, creando huecos y fluyendo desde lo profundo del inconsciente. Así que no se logra sublimar simplemente con determinación o intencionalidad. Aunque es necesario tener el deseo de hacerlo, eso no es suficiente, ya que el proceso ocurre en un ámbito diferente. La sublimación se asemeja al enamoramiento en que uno no se enamora de quien desea, sino de quien es capaz de enamorar.

Es probable entonces, que las capacidades de un célibe no puedan alcanzar lo que pretenden los ideales o valores de la vida religiosa. Dicho de otra forma, se sublima no lo que se quiere, sino lo que se puede (Domínguez, 2004).  Para lograr la sublimación, se debe condensar la afectividad en el propio yo en sus aspectos ideales. Sin el paso por el ideal del yo no hay sublimación posible. Es decir, debe haber valores que son apreciados por el célibe: entregarse al servicio de los demás, fomentar la investigación académica, suscitar proyectos solidarios para una mejor sociedad, etc.

Dicho lo anterior, también la idealización para Domínguez (2004) puede ser la expresión de un infantilismo narcisista que se recubre de una espiritualidad o de una teoría psicológica. Algunos discursos teológicos sobre el celibato, con un lenguaje muy espiritual revelan un fondo oscuro y morboso que nos habla más de una sexualidad negada y viciada que de una sexualidad legítimamente sublimada. En resumen, no se nos ha llamado a compararnos con un ideal inalcanzable, sino a dejar de lado nuestros propios intereses en favor de los de Jesús, la persona amada. Debemos seguir su ejemplo en un proyecto apasionante y complejo que Él denominó el Reino de Dios.

Una pregunta que nos podemos hacer es qué es lo que prima en el deseo de ser sacerdote o religioso: un servicio, inspirado en el Evangelio, para que los demás se humanicen y sanen o desde la idealización narcisista, alimentar una imagen engrandecida que se quiere mantener o conseguir.

Aquí hay un primer desafío. La formación a la vida religiosa debe conducir a que el célibe haya integrado aquellos valores de la vida religiosa que la Iglesia nos exhorta a vivir. El centro debe estar en el seguimiento a Jesús y en el anuncio del Reino de Dios y no en predicarnos a nosotros mismos y colocarnos en el centro de la comunidad.  Si estamos preocupados fundamentalmente de que los demás nos admiren, nos amen independientemente de nuestras conductas, nos enaltezcan y se sometan a nuestras voluntades, hemos tergiversado absolutamente nuestra vocación religiosa, y estamos buscando sustitutos de nuestras carencias y fortaleciendo un narcisismo maligno. Estas necesidades afectivas deben ser un efecto colateral de lo central: configurarnos con Cristo y tener sus mismos sentimientos (Fil 2,5).

En consecuencia, desde esta perspectiva, surge un segundo desafío. Cómo lograr que la entrega pastoral, el trabajo por la justicia y la solidaridad, el cultivo de la vida espiritual, las relaciones fraternas y de amistad donde el célibe se permite entregar y recibir amor, y otras actividades intelectuales y artísticas sean verdaderos caminos sublimatorios para conducir la energía libidinal.

Les propongo un ejemplo. Nuestro servicio pastoral puede ser un camino sublimatorio en la medida en que exista una genuina búsqueda de que los demás se encuentren con el Señor, fomenten los lazos fraternos y descubran por sí mismos lo que Dios quiere de ellos. Este proceso nos llenará de gozo, de “satisfacción” por la tarea bien realizada, como la Iglesia nos pide.  

Al contrario, al estar descentrados de Cristo, esa misma tarea pastoral podría estar realizándola con fines egocéntricos o para gratificarme a mí mismo a costa de los demás; podré sentir un placer de ser admirado y de que agradezcan mi contribución, pero esta experiencia no ayudará a un sano celibato; más aún, lo más probable es que siga estando frustrado o insatisfecho, ya que la verdadera sublimación, en este caso, requiere de una entrega desinteresada y una búsqueda sincera del bien de los demás.

En este sentido, la clave para lograr una sublimación saludable radica en la capacidad de desprendernos de nosotros mismos y en el cultivo de una actitud de servicio y entrega, con el fin de encontrar un sentido más profundo y trascendente en nuestras vidas. Así, nuestra energía libidinal puede transformarse en una fuerza positiva y creativa que enriquece tanto nuestra vida interior como la de los demás. De esta manera, la vida espiritual, pastoral, la acción solidaria o educativa se convierten en caminos efectivos para canalizar nuestra energía afectiva de manera constructiva, permitiendo un desarrollo armonioso de nuestra vocación. 

Por consiguiente, la sublimación hay que apreciarla como un mecanismo de defensa maduro y saludable, ya que permite al individuo adaptarse a las demandas sociales y personales sin recurrir a formas más primitivas o dañinas de satisfacción de impulsos sexuales. Sin embargo, como cualquier mecanismo de defensa, la sublimación puede utilizarse de manera excesiva o inapropiada, lo que puede llevar a consecuencias negativas.

No se trata de vivir la sexualidad como una realidad «sospechosa», sino de redirigir su energía hacia un amor más amplio y trascendente. Este amor se centra en el servicio a Dios y la construcción de un mundo más justo, donde la compasión, la justicia y el amor mutuo prevalezcan. En lugar de buscar satisfacción en la unión física, se busca la plenitud en la entrega a un propósito superior.

Es necesario destacar que la sublimación no puede pretender encauzar toda la energía sexual de un célibe; habrá un resto de esta energía, especialmente de carácter genital, que conservará vivas sus aspiraciones de satisfacción, donde la sublimación no podrá transfórmala en otra actividad.

La pregunta es qué hacemos con este resto sexual que no logra ser sublimado: ahí hay una incógnita. Dicho de otro modo, hay un resto de la pulsión sexual que sigue pujando y que buscará la satisfacción directa. Es importante tener en cuenta que el excedente sexual no satisfecho puede manifestarse en diferentes formas: la ansiedad, la irritabilidad, la búsqueda de satisfacción a través de comportamientos compulsivos o adictivos y síntomas que generen un desequilibrio psíquico y espiritual. Ante esta situación conflictiva, que nos podría angustiar, el trabajo implicaría reconocerla, hacernos cargo de ella, y buscar la ayuda y los medios para vivir con mayor paz nuestra vida.

Por lo tanto, lo que requiere un célibe es hacer el esfuerzo por encontrar formas saludables de gestionar este excedente y estos síntomas: por ejemplo, la práctica de ejercicio físico, la meditación, los sanos vínculos interpersonales, el acompañamiento espiritual y si es necesario, la terapia psicológica, entre otras.

En conclusión, el celibato consagrado, lejos de ser una renuncia dolorosa, se convierte en un camino para la sublimación auténtica cuando se enfoca en su verdadero propósito evangélico: el servicio desinteresado y la dedicación al Reino de Dios. Esto implica una auténtica transformación interior, donde la energía libidinal se canaliza hacia el compromiso con la justicia, la solidaridad y la vida espiritual, enriqueciendo tanto la vida del individuo como la de quienes lo rodean.

[1] Recordemos que el psicoanálisis diferencia claramente el instinto animal de la pulsión sexual y agresiva del ser humano. Esto ya ha sido tratado en el comunicado 198. 

[2] Cf. Carácter y erotismo anal (1908), En: FREUD, S. “OBRAS COMPLETAS”, Tomo IX, Amorrortu, Buenos Aires, 1993.