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La religiosidad en la infancia: acompañar el despertar de la fe

Se ha argumentado ya suficientemente que la religiosidad no es algo natural, sino que está influenciada por las primeras imágenes maternas y paternas, la propia creatividad del niño, y la educación y cultura. En concreto, el desarrollo de la religiosidad en el niño es un proceso dinámico, profundamente arraigado en sus experiencias afectivas y cognitivas. No es una mera transmisión de doctrinas, sino una construcción progresiva del sentido ante lo trascendente, influenciada por su entorno más cercano y sus propias inquietudes existenciales. A continuación, delinearemos las características de la religiosidad infantil en distintas etapas, procurando ofrecer sugerencias de acompañamiento pastoral adaptadas a cada fase. Para este desarrollo me basaré especialmente en el libro de Antoine Vergote: Psicología Religiosa, Taurus, 1969.

 

  1. Desde tres primeros años de vida

            La religiosidad del niño se gesta en un plano pre-racional y pre-conceptual, imbricada en las experiencias afectivas fundamentales. La religiosidad se arraiga en la experiencia de la relación con la madre (o figura de apego principal), que se convierte en un símbolo de la “totalidad primordial” y la “armonía universal”. Si bien nada es natural en el niño, puesto que el universo cultural en el que va a ingresar contribuye a formar y a definir sus comportamientos, la idea de Dios no germina en su espíritu por generación espontánea.

            Con el inicio de sus primeros pasos y el lenguaje, el niño comienza a diferenciarse de la madre, y la figura del padre adquiere una relevancia creciente. El padre simboliza la autoridad legisladora, poder, fuerza, norma, inteligencia ordenadora y juicio; distante, severo, inamovible, dinámico. Estas cualidades paternas se transfieren a la imagen de un Dios que es tanto protector como normativo. El lenguaje y la interacción social permiten al niño captar y repetir palabras y gestos religiosos, aunque sin una comprensión profunda de su significado.

Sugerencias pastorales

  • Fomentar un entorno de amor y seguridad: La primera “experiencia de Dios” del niño se gesta a través del amor incondicional y el cuidado que recibe. Padres y cuidadores, al ser los principales referentes, deben reflejar la bondad y la providencia divina.
  • Introducir rituales sencillos: Gestos como bendecir los alimentos, pequeñas oraciones o la contemplación de la naturaleza pueden sembrar las semillas de una actitud religiosa sin necesidad de comprensión conceptual.
  • Modelado parental positivo: La propia vivencia de la fe de los padres, expresada en amor y coherencia, es el mejor testimonio para la religiosidad del niño.

 

  1. Desde los 4 a 6 años

            La imaginación y el pensamiento mágico son predominantes, y el niño comienza a integrar ideas religiosas en su cosmovisión, a menudo de forma muy literal. La imagen de Dios se asocia fuertemente con la figura paterna idealizada: «un ser poderoso que todo lo sabe y todo lo puede, creador del mundo y protector de la familia» (Vergote, 1966, p. 83). Es un Dios cercano, que responde a sus peticiones y los cuida.

            El universo de lo divino se sitúa en un orden maravilloso, comparable al mundo de los cuentos de hadas, y despierta sentimientos de fascinación (Vergote, 1966, p. 83). La presencia de Dios es más tangible para las niñas, quienes sufren «un mayor sentimiento de soledad» y buscan «el consuelo de un Dios que comprende y reconforta» (Vergote, 1966, p. 30).  

En estas edades comienzan a internalizar normas morales. La creencia en la «justicia inmanente» lleva al niño de seis años a la convicción de que el delito es «automáticamente castigado mediante un acontecimiento desgraciado» (Vergote, 1966, p. 85), donde la culpa puede surgir como el temor a no cumplir con las expectativas divinas o parentales, o por una transgresión real.

 

Sugerencias pastorales

  • Narrar historias bíblicas y religiosas: adaptadas a su nivel de comprensión, las historias de la Biblia pueden alimentar su imaginación y ayudarles a formar una imagen positiva y amorosa de Dios.
  • Enfatizar la misericordia y el perdón: Ante la aparición de la culpa, es vital enseñar que Dios es amoroso y que el perdón es un camino de reparación y no de castigo.
  • Responder a sus preguntas con honestidad y sencillez: Las preguntas sobre Dios, la muerte o la creación deben abordarse con respuestas simples y acordes a su capacidad, evitando abstracciones o explicaciones complejas que puedan generar confusión.
  • Promover la autonomía en pequeños actos de fe: al fomentar la autonomía a través de prácticas religiosas simples, como elegir una oración o participar en un ritual, se fortalece la iniciativa del niño y su conexión con lo divino.

 

  1. Desde los 7 a 9 años

            En esta etapa, el pensamiento lógico-concreto se desarrolla, y el niño se abre más al mundo social, lo que influye en su religiosidad. La figura del padre, como «titular de la autoridad legisladora», se asocia con un Dios que establece normas y leyes, necesarias para la convivencia y el orden. La participación en ritos religiosos adquiere un sentido de pertenencia a una comunidad, ya que el niño reconoce los signos religiosos que le presenta la sociedad y entra en la institución religiosa. En esta edad, la imagen de Dios se enriquece, integrando cualidades maternales, como la paciencia, la profundidad, la interioridad, el refugio, la disponibilidad y el cuidado amoroso.

            A los 8 y 9 años, el niño desarrolla un sentido más fuerte de justicia y equidad. Dios es visto como quien premia el bien y castiga el mal. Las oraciones pueden volverse más utilitarias, buscando protección o favores, por ello, la experiencia de la eficacia o de la ineficacia de la oración puede llevar a cuestionamientos.

 

Sugerencias pastorales

  • Introducir la ética y la moral desde el amor: Enseñar que las normas religiosas surgen de la exigencia de justicia y de respeto hacia el otro y buscan el bien de todos. Los contenidos religiosos proporcionan un marco cognitivo que fomenta el desarrollo moral.
  • Valorar la participación comunitaria: La comunidad de fe es un espacio para experimentar el amor fraterno y la vivencia compartida de la fe. Es importante involucrarlos en actividades de servicio o caridad sencillas.
  • Explorar el sentido de la oración: Más allá de la petición, animarlos a la oración de acción de gracias, alabanza y contemplación, ayudándoles a descubrir que es posible un diálogo personal con Dios. Abordar la frustración cuando las oraciones no son «respondidas» como esperan, profundizando en el misterio de la providencia.
  • Fomentar su desarrollo espiritual a través de servicios litúrgicos: asignar responsabilidades en actividades religiosas, como leer la Palabra o ayudar en la liturgia, refuerza el sentido de preparación y pertenencia del niño, promoviendo una fe activa.

 

  1. Desde los 10 a los 12 años

            En esta fase, los niños desarrollan un pensamiento más abstracto y crítico, lo que les permite cuestionar y buscar un sentido más personal de la fe. El niño comienza a diferenciarse de las creencias familiares. “La ausencia de todo escepticismo es, hasta la edad de nueve años, la característica esencial de la religión infantil» (Vergote, 1969, p. 82), lo que implica que el escepticismo puede empezar a aparecer después de esta edad. Se observa en adolescentes que los abandonos religiosos ocurren donde la fe no parece haber penetrado en sus actitudes ante Dios. Por ello es importante que en la infancia no solo se potencia el hábito de la oración o la eucaristía, sino que se susciten las disposiciones que favorezcan luego la vivencia religiosa, entre otras: admirar, agradecer, silenciar el interior, pedir, alabar, reconocer, apreciar, etc.

            Durante este momento se buscará un sentido más profundo y personal de la fe. La angustia ante la muerte y el deseo de la inmortalidad se hacen más apremiantes, y el concepto de “garantía de la inmortalidad’ adquiere un mayor peso en relación directa con la edad, siendo la religión una respuesta “a la inseguridad ansiosa».

Sugerencias para la pastoral

  • Fomentar la reflexión crítica y el diálogo abierto: Crear espacios seguros para que expresen sus dudas y cuestionamientos sin temor a ser juzgados; esta práctica es esencial para el desarrollo de una religiosidad madura y cuestionadora.
  • Conectar la fe con la vida real: Ayudarles a ver cómo la fe puede ofrecer respuestas a sus inquietudes existenciales y cómo se manifiesta en la vida cotidiana.
  • Explorar el valorar la experiencia personal de Dios: animarlos a buscar un encuentro personal con lo divino. Es muy importante que la religión «no se perciba como una carga pesada», sino que la fe se internalice como un aspecto motivador central de la vida.
  • Enfatizar la paternidad amorosa de Dios: es importante que el niño a esta edad no vea a Dios como un padre “punitivo o distante”, sino que integre a Dios como una figura que reúne “cualidades maternales, como la paciencia, el perdón, la protección y el cuidado amoroso”.

 

En conclusión, comprender la religiosidad infantil no es solo una tarea teórica, sino un llamado urgente a mirar con respeto y asombro el misterio de la fe que germina en los más pequeños. Más allá de los marcos cognitivos y afectivos que permiten su desarrollo, la experiencia religiosa del niño nos desafía a reencontrarnos con una espiritualidad esencial, marcada por la sencillez, la confianza y la apertura radical al misterio.

En este sentido, el acompañamiento que brindamos a la infancia no debería reducirse a una pedagogía de la transmisión, sino convertirse en una oportunidad para que toda la comunidad creyente redescubra la profundidad de la fe vivida con corazón de niño.

Asimismo, la religiosidad infantil interpela a la pastoral a no quedarse solo en los moldes exclusivamente formativos y generadores de hábitos y entrar en una lógica de vínculo, de presencia paciente y significativa, donde el adulto no solo enseña, sino que aprende. Quizás sea tiempo de dejar que los niños nos evangelicen con su forma de intuir lo sagrado en lo cotidiano, de nombrar a Dios con palabras nuevas y de buscarlo con preguntas que no temen a lo desconocido.