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El líder y el ejercicio de la autoridad en los grupos

El psicoanálisis revela cómo las pulsiones inconscientes influyen en nuestro comportamiento social, manifestándose en fenómenos como el contagio emocional y la sugestión en las masas. En el anterior comunicado indicábamos que los individuos que forman parte de un grupo, tienden a sacrificar parte de su autonomía y juicio crítico para alinearse con estas fuerzas colectivas.

Wilfred Bion (1980) utiliza el concepto de proceso fantasmático grupal  para expresar que los grupos, ya sean pequeños como una familia o grandes como una sociedad, tienden a organizarse alrededor de fantasías y emociones que operan fuera de la conciencia de los miembros del grupo. Estas fantasías inconscientes, a menudo, se vuelven «invisibles», pero influyen profundamente en la dinámica grupal y en las relaciones interpersonales.

En términos psicoanalíticos, el «proceso fantasmático» hace referencia a las proyecciones, deseos y temores no resueltos que los individuos depositan en otros dentro de un grupo, especialmente en las figuras de autoridad. El término “fantasma” se refiere entonces a los elementos emocionales y afectivos que, aunque no son reconocidos conscientemente, operan dentro del grupo como si fueran parte de la realidad compartida. Estos fantasmas pueden incluir miedos colectivos, mitos, o ideologías que afectan el comportamiento del grupo sin que sus miembros sean plenamente conscientes de ello.

Por ejemplo, las discusiones y polémicas que tensionan al grupo, los falsos análisis de la realidad grupal, las reacciones desproporcionadas, no son más que la expresión de un ocultamiento de los fantasmas inconscientes que circulan al interior del grupo: miedo a ser rechazados, a ser dominados, o a dejar de ser amados.

En el contexto grupal, Bion (2013) introduce los conceptos de «contenedor y contenido», refiriéndose a cómo los grupos gestionan las emociones y pensamientos. El líder o las figuras de autoridad a menudo actúan como «contenedores» de las proyecciones del grupo. Si el contenedor es efectivo, las emociones y pensamientos inconscientes (el contenido) pueden ser procesados y digeridos. De lo contrario, estas emociones pueden desbordarse y afectar la cohesión del grupo. Bion también describió cómo los grupos, ante situaciones de angustia o incertidumbre, tienden a recurrir a fantasías primitivas y mecanismos de defensa (como la escisión, la idealización o la destrucción del otro) para manejar sus propios conflictos internos y la ansiedad colectiva.

La identificación con el líder y los demás miembros del grupo genera una sensación de pertenencia, reduciendo la angustia de la soledad y la incertidumbre individual. Este proceso puede llevar a que los individuos actúen en masa de formas que no actuarían solos, explicando fenómenos como la obediencia ciega o los comportamientos irracionales en situaciones colectivas.

En cualquier grupo, ya sea en el ámbito político, social o religioso, la figura del líder cumple un rol esencial al canalizar las esperanzas, deseos y frustraciones de los seguidores. La cohesión grupal se refuerza cuando los miembros identifican en el líder una representación de los ideales colectivos, algo que se observa en grupos religiosos de todo tipo, movimientos sociales y políticos, y en instituciones privadas.

El carisma o la autoridad moral del líder permite que los individuos renuncien a sus deseos personales en beneficio del grupo, lo que puede producirse tanto en un contexto de colaboración positiva como a través de dinámicas coercitivas.

            En el grupo social, afirma Freud en Psicología de las masas, el jefe toma el puesto del ideal en cada uno de los miembros del grupo. Y es esto lo que explica la solidaridad psicológica entre sus miembros (Freud, 1921). Pero, por otra parte, la imagen paterna, origen de las ulteriores identificaciones, comporta una segunda dimensión: es objeto de un «resentimiento». La imagen del jefe «ideal» comporta por ello también una hostilidad, generalmente reprimida e inconsciente. Esta ambivalencia de los sentimientos presentes en el mecanismo de identificación caracteriza la situación de muchos grupos.

            Se puede apreciar, que, en la experiencia pastoral, las personas que se acercan a una comunidad lo hacen por diversos motivos: necesidad de pertenencia y de afecto; consuelo ante las crisis personales; refugio ante los desafíos que presenta la vida; pero también se aprecia una búsqueda sincera de un proyecto de vida que dé sentido a la existencia.

            Las figuras de autoridad en la Iglesia, especialmente para aquellos que tienen una vivencia más infantil de la fe, con menos formación y de carácter más mágica, el rol del sacerdote, del religioso y del agente pastoral laico favorecerán situaciones de dependencia. Esto se agudiza, cuando estas figuras, por sus modos de relación y por la forma de ejercer su liderazgo, mantienen estados infantiles en las personas. Existen, sin duda, líderes pastorales que son conscientes de estas dinámicas, y que intentan conducir de mejor manera estos fenómenos grupales, que siempre se manifestarán.

            Se da muchas veces que el grupo tiende a idealizar hasta el punto de engrandecer especialmente al personal consagrado y a los laicos que poseen un grado de responsabilidad en la comunidad. Muchos de los consagrados son apreciados como personas “más o menos perfectas” y que poseen cualidades y valores “superiores” a los de los demás.   Hay también consagrados que se gratifican buscando lugares de estatus y poder alimentando esta idealización. El guía espiritual –para muchos- siempre tiene la palabra oportuna, consoladora, reconfortante, defendiendo al grupo de sus angustias.

            Dicho esto, y según lo estudiado anteriormente, podemos afirmar que el grupo religioso depositará en el sacerdote o en la figura eclesial idealizada, por medio de la identificación, sus respectivos “yo ideales”, los cuales siempre tendrán componentes narcisistas. El sacerdote o cualquier agente pastoral, por su parte, puede convertirse entonces en un cómplice del grupo, olvidando que está llamado a favorecer la libertad y la autonomía de las personas.

            Por lo tanto, el líder podrá ayudar de mejor manera al crecimiento del grupo cuando es testigo de algo distinto del mero deseo fusional y en tanto que muestra en su voz y en su palabra que pertenece a un mundo real, limitado, positivo y negativo a la vez. Es en esa realidad humana, con sus luces y sombras, el único espacio en el que se puede enraizar y encarnar la fe. (Le Du, 1974)

            Por el contrario, el líder pastoral idealizado aparecerá como representante de la perfección moral, de la garantía suprema y del orden perfecto. Todo ello puede quedar perfectamente respaldado cuando ese líder se presenta además megalomaníacamente identificado con el cuerpo de la Iglesia; una Iglesia que, idealizada y transfigurada a su vez conforme a los propios deseos de omnipotencia infantil, se presentará como una garantía mágica de salvación.

            Ciertos modelos de Iglesia, por su parte, tendrán la tentación de proteger y alentar siempre este tipo de comunidades que, a partir de ese modo de idealizaciones, no le reportará nunca el más mínimo problema ni forma de cuestionamiento. A partir de lo anterior, planteamos que una renovación de la Iglesia, pasa por asumir la fragilidad humana de todos sus miembros y promocionar la libertad y autonomía de las personas.

            En la Iglesia Católica el tema de la autoridad está fuertemente presente. El cómo se entienda esta autoridad, será siempre un gran desafío. Jesús, en el cual se ha fundado la Iglesia, no negó la autoridad, pero sí le dio un nuevo sentido. La autoridad es servicio. El que tiene autoridad tiene un poder que debe poner a disposición de los más pobres y marginados.      El movimiento original de Jesús fue “un fenómeno de comportamiento social desviado”. Un movimiento que encontró en la comunidad que él reunió el sustitutivo del Templo con sus dignidades y poderes. Hasta llegar a aceptar la función más baja que una sociedad puede adjudicar: la de delincuente ejecutado. (Castillo, 2013)

A partir de esta actitud y opción de vida, fue como Jesús entendió, vivió y ejerció una forma de autoridad que se impondría pronto sobre todos los demás poderes. Porque es una forma que no se basa en la imposición dominante de las conciencias, sino en la ejemplaridad de quien señala la conducta a seguir desde la debilidad y la pequeñez del esclavo y el subversivo, que atrae y arrastra por su bondad.

            La Iglesia fue descubriendo que, como colectivo, que quería perpetuarse en la historia, necesitaba alguna forma de institucionalización. La autoridad papal y episcopal se fue consolidando a lo largo del tiempo, muchas veces, ejerciendo de manera despótica y otras veces de manera más dialogante y fraternal. Será importante recuperar en toda instancia eclesial, un ejercicio de la autoridad que permita una manera de vincularse más colegiada, dialogante y participativa.

            A un nivel más amplio del que hemos analizado hasta ahora, la relectura atenta del texto freudiano, “Psicología de las masas y análisis del Yo, podría aportarnos una luz importante sobre lo que constituyen las relaciones con la autoridad consideradas a un nivel colectivo.

La necesidad de ser amados, orientados, aconsejados, dirigidos e incluso amonestados por un jefe, puede ser en cualquier momento activada en el seno de un grupo social como estratagema para sustituir el ideal del yo individual por el de un padre admirado y protector de todos. Con ello Freud nos hace conscientes de las vinculaciones de orden libidinal que se encuentran latentes en la relación con las figuras de autoridad.

Los tiempos de crisis parecen, sin duda, incrementar esta necesidad de fuertes figuras a las que rendir culto y admiración. Es la tentación de encontrarse delante de esa imagen que Freud analizó de modo tan perspicaz en el texto titulado Moisés y la religión monoteísta: la tentación de entregarse a la añoranza del padre omnipotente imaginado durante los años de la infancia. (Freud, 1939). Desde un ángulo diverso, estudios provenientes del campo de la psicología social nos han hecho ver cómo las personas y los grupos tienden a reaccionar favorablemente ante cualquier tipo de caudillaje cuando son personalidades inseguras o cuando las circunstancias de la vida las sitúan en una posición de duda o ambigüedad, sometiéndose a la norma y a lo establecido por el grupo.

            Cuando se ejerce la autoridad, se movilizan en nosotros con facilidad todo un mundo de deseos y de temores, que, por lo demás, escapan con frecuencia a nuestra propia conciencia. Desde la infancia, el ejercicio de un nuevo poder o habilidad es susceptible de proporcionar una satisfacción. Placer de influir, organizar, administrar o de manejar asuntos o personas. Pero, además de esta natural satisfacción, el poder proporciona también otro goce de corte más puramente narcisista: el de ser el que manda.

             Por ello, en la Iglesia, quienes ejercemos diversos tipos de autoridad necesitamos adoptar una nueva forma de acompañar a grupos y personas. Este cambio implica fomentar una mayor participación de los miembros de la comunidad en los procesos de discernimiento y toma de decisiones. Formarnos en el espíritu de la sinodalidad es, sin duda, el camino a seguir. Al promover una auténtica comunión, hacemos posible que la autoridad se ejerza de manera más evangélica y coherente con la misión de la Iglesia.