Religión y religiosidad: diferencias y convergencias.
La religión y la religiosidad son conceptos que están estrechamente relacionados; muchas veces se usan como si fueran sinónimos, sin detenerse a reflexionar sobre sus diferencias y matices. Ambos abordan la conexión del ser humano con lo sagrado y lo trascendente, entendido como lo «totalmente otro» (Rudolf Otto, 2016), pero hay una distinción importante entre ellos: mientras que la religión se entiende como un sistema organizado que incluye creencias, rituales, y normas establecidas, la religiosidad tiene un carácter más personal y subjetivo.
Esta última se refiere a la forma en que cada individuo vive y experimenta lo divino de manera particular. William James (1902), en su clásico texto: Las variedades de la experiencia religiosa, define la religiosidad como una comprensión subjetiva de lo divino que no siempre se ajusta a los dogmas de una tradición religiosa específica, sino que varía según la vivencia personal.
A lo largo de los siglos, la religión ha servido para dar forma a la experiencia colectiva de la fe, creando estructuras sociales y reglas compartidas. Por su parte, la religiosidad ofrece una mirada más íntima y diversa, ya que puede manifestarse de maneras que no siempre coinciden con los marcos de una tradición religiosa específica. Por último, tanto la religión organizada como la religiosidad personal están profundamente vinculadas con la esperanza en una realidad última. Desde la perspectiva cristiana, la fe no solo se vive en el presente, sino que orienta al creyente escatológicamente hacia una plenitud futura.
¿Qué tienen en común ambos fenómenos humanos? Desarrollaré brevemente los siguientes aspectos: la relación con lo sagrado, la búsqueda de sentido, el vínculo comunitario, la dimensión afectiva y la ética.
– La relación con lo sagrado. Ambas realidades están orientadas a lo que está más allá del mundo cotidiano, a lo divino, lo trascendente o lo absoluto. En este sentido, la religión, como sistema institucionalizado, y la religiosidad, como experiencia personal, comparten la idea de que el ser humano está llamado a trascender su condición terrenal y acceder a una realidad más profunda o superior. Maurice Blondel (1893) creía que el hombre, desde su nacimiento, lleva consigo una profunda sed de trascendencia, una especie de «programación» que lo impulsa a ser un “oyente de la palabra”. No se trata de una predisposición a escuchar un mensaje concreto, sino a estar abierto a lo que la realidad, en su misterio, tiene que decirle. Rudolf Otto (2016) define lo sagrado como una experiencia numinosa que provoca un sentimiento de temor y fascinación en el ser humano, un fenómeno que se puede experimentar tanto dentro de una tradición religiosa como de manera personal e individual.
– La búsqueda de sentido. Tanto la religión como la religiosidad tienen un propósito común: ofrecer una respuesta a las preguntas fundamentales de la vida, como el sentido de la existencia, el origen del ser humano, la muerte, el sufrimiento y la moralidad. A través de los mitos, rituales y enseñanzas religiosas, las personas intentan encontrar un propósito en sus vidas y comprender su lugar en el mundo. La religión proporciona un marco estructurado para esta exploración, ofreciendo narrativas antropológicas y códigos éticos que guían el comportamiento y las decisiones de las personas. Por otro lado, la religiosidad personal contribuye a la construcción de una identidad y a una búsqueda de espiritualidad, ayudando a las personas a enfrentar las incertidumbres de la vida, llevando a muchos a descubrir nuevas perspectivas sobre sí mismos y el mundo que les rodea.
– El vínculo con lo comunitario. Aunque la religiosidad puede experimentarse de manera individual, la dimensión comunitaria es un elemento esencial en la vivencia espiritual. Desde tiempos ancestrales, el ser humano ha encontrado en la comunidad un espacio para compartir, fortalecer y transmitir su fe. La religión organizada, a través de sus instituciones y tradiciones, ha sido un vehículo fundamental para sostener esta vida en común. Sin embargo, la religiosidad personal también necesita la comunidad para crecer y madurar, pues una espiritualidad completamente aislada corre el riesgo de volverse autorreferencial y solipsista. La comunidad actúa como un espacio de discernimiento, donde la tradición y la experiencia colectiva ayudan a interpretar de manera más objetiva el sentido de lo sagrado.
– La experiencia afectiva. La dimensión afectiva es otra área de convergencia. Las experiencias religiosas, tanto institucionalizadas como individuales, suelen estar acompañadas de un sentimiento de asombro, veneración o éxtasis ante lo divino. Este tipo de experiencia emocional, según Rudolf Otto, es lo que hace que lo sagrado se distinga de lo profano, pues lo sagrado provoca una respuesta emocional profunda. El aspecto afectivo en la religiosidad se puede interpretar como una convergencia de necesidades psicológicas, proyecciones emocionales y la búsqueda de significado, todas las cuales contribuyen a la forma en que los individuos experimentan y se relacionan con lo sagrado. Esta conexión no solo enriquece la vida espiritual, sino que también puede jugar un papel crucial en la salud mental y el bienestar emocional de las personas.
– Praxis y ritualidad. Aunque la religiosidad puede ser más flexible en sus prácticas, tanto la religión como la religiosidad implican alguna forma de ritualidad. Los rituales son fundamentales para establecer el contacto con lo sagrado y darles expresión a las creencias, actuando como puentes entre lo humano y la divinidad. La religión, como institución, formaliza estos rituales, estableciendo cánones y jerarquías que garantizan su continuidad y transmisión a través de la historia. Ejemplos claros son los sacramentos en el catolicismo o las ceremonias de iniciación en diversas culturas. Sin embargo, la religiosidad, en su expresión individual o comunitaria, puede manifestarse a través de prácticas personales y menos formalizadas, como la meditación, la oración o la contemplación, pero también a través de rituales cotidianos, como la preparación de actos, costumbres o alimentos especiales para festividades especiales.
– La moral y la ética. Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, establece que la religiosidad tiene esencialmente una dimensión ética que guía el comportamiento moral del individuo. Las creencias religiosas no solo orientan el sentido de la vida, sino que también regulan las acciones del individuo en la sociedad. Estas normas éticas derivan de lo sagrado y están orientadas a promover una vida más plena, virtuosa o en armonía con lo divino. Mientras que la religión institucionaliza estas normas a través de una enseñanza más sistemática, la religiosidad debe personalizar estos valores; algunos, asumiendo por completo lo que pide el magisterio específico y otros, personalizando estas orientaciones e integrándolas en conciencia y libertad.
Más allá de sus diferencias y similitudes, tanto la religión como la religiosidad nos recuerdan que el ser humano es un buscador incansable de lo absoluto. La necesidad de trascendencia no es un añadido artificial, sino una dimensión constitutiva de nuestra existencia. Pero esta búsqueda solo cobra sentido si se traduce en una experiencia transformadora, capaz de generar comunión, servir a los más necesitados, expresando un genuino amor. Tal vez, el gran desafío de nuestro tiempo no sea elegir entre religión o religiosidad, sino encontrar caminos donde ambas se fecunden mutuamente, permitiendo que la fe no sea solo un sistema de creencias, sino un horizonte de vida plena.