A menudo ha circulado en algunos artículos académicos la metáfora del iceberg atribuida a Freud, como una explicación visual de las dos tópicas freudianas, pero más bien hay que asignarla a su amigo austro-inglés Stefan
Zweig. La primera tópica hace referencia a la tríada, consciente, preconsciente e inconsciente; la segunda, al Yo, Superyó y Ello. Recordemos que los icebergs se convierten en un peligro para la navegabilidad de las diferentes embarcaciones teniendo que rodearlos, ya que normalmente estos, ante los ojos humanos, en
muchas ocasiones se ven pequeños; sabemos que el 85% de su masa y composición se encuentran debajo del agua, pudiendo derribar una embarcación.
Tal como la parte de los icebergs que está debajo de la superficie marítima es desconocida para un navegante, también la dimensión inconsciente es desconocida para el sujeto humano. El “Ello” es la parte primitiva y pulsional totalmente ignorada y que podemos conocer por sus síntomas y que obedece al principio del placer o que busca eliminar el displacer; el “Superyó” es la dimensión derivada de lo aprendido a nivel de normas y valores, a consecuencia de la relación con los padres, con la educación y la cultura; y el “Yo” es la instancia que tiene que lidiar con los impulsos del Ello y los diques que la conciencia moral nos va señalando. Esa tensión es lo que genera las psiconeurosis, conflictos de múltiples formas que podemos padecer. Para Freud la personalidad neurótica, pasa a ser una personalidad
normal, no exenta de sufrimientos, diferenciándose de las estructuras psicóticas y perversas.
La formación del inconsciente se inicia en los primeros momentos de la vida. Desde que llegamos al mundo comenzamos a experimentar una serie de sensaciones, vivencias y emociones, que, debido a nuestro sistema nervioso en desarrollo, no podemos fijarlas en la memoria. ¿Qué ocurre con la manera en que fuimos amados, cuidados, entendidos, escuchados, o fuimos odiados, rechazados, o frustrados? ¿Esas vivencias fueron olvidadas o están en algún lugar de la psiquis? Decir que se borraron o no son tan importantes indicaría que no fueron relevantes, llegando a concluir que da lo mismo como un niño es tratado en su primera infancia. Esto sería un absurdo; investigaciones acerca de las consecuencias del abandono o de la falta de cuidados en la niñez, hay por montones circulando en la red. Otra cosa, es que, luego de un trabajo psíquico y espiritual, los traumas infantiles y adolescentes puedan ser integrados de tal manera que nos permitan insertarnos en el mundo de una manera adecuada y aceptable.
Pensando en la vida religiosa, si un candidato ha experimentado carencias o heridas psíquicas,
habrá que ver en su desarrollo vocacional, y con un acompañamiento efectivo, si es idóneo para asumir las exigencias de la vida consagrada. Y esto no solo hay que pensarlo para aquellos que han padecido situaciones difíciles de aceptar, sino que para todo religioso; ya que todo individuo ha experimentado, en distintos grados, traumas y crisis propias de la condición humana: desprenderse del seguro vientre materno, el comienzo de la sociabilización educativa, los conflictos en la adolescencia o las dificultades para pasar del egocentrismo a la alteridad, etc. Hay muchos religiosos que probablemente han perdido ya su idoneidad vocacional porque no lograron un desarrollo de capacidades necesarias para convivir con otros y ser parte de un cuerpo apostólico con un proyecto común; esto se puede evidenciar en serias dificultades para las relaciones interpersonales, aislamiento, indolencia, agresividad, incapacidad para pedir perdón o reconocer el error, rasgos intensos de narcisismo, etc.
Volviendo al origen del inconsciente, en él residen las huellas que dejaron estas vivencias y experiencias primitivas. “Lo inconsciente de la vida psíquica no es otra cosa que lo infantil”, subrayó Freud (1915). El inconsciente se puede entender como una instancia donde residen ciertos contenidos. Uno de estos contenidos son las vivencias infantiles que no recordamos, pero que están cargadas de afecto. Otro de los elementos son los contenidos reprimidos de experiencias muy hondas e intensas que no se han podido elaborar. Contenidos que saldrán a la luz no de forma directa, sino que a través de una transacción entre el Ello y el Superyó llamada “formaciones del inconsciente o de compromiso” (palabras, olvidos, lapsus, reacciones impulsivas, sueños, etc.). En cambio, el preconsciente es como el inconsciente latente; un ejemplo de ello, es cuando no recordamos un nombre: si insistimos mentalmente, lo podremos recordar, apareciendo el nombre en la conciencia; esta última es más patente, pero transitoria y fugaz.
¡Haz el ejercicio de preguntarte! ¿De qué eres consciente en este momento? Puede que respondas con rapidez ciertos aspectos, pero es probable que necesites tiempo para elaborar más elementos pensados o sentidos.
Ahora te invito a que puedas revisar la figura inicial; no podemos interpretar la imagen pensando en que son límites rígidos. El “yo” es la conciencia, la cual tiene que lidiar con las demandas del Ello, las propias normas morales y la cultura; esta dimensión también contiene elementos inconscientes, lo mismo que el superyó. Solo el mundo de los deseos y las pulsiones, tal como las entiende Freud, son inconscientes. Al referirme a los contenidos inconscientes, quiero detenerme en la noción de pulsión (Trieb), concepto clave en pensamiento psicoanalítico y que puede ayudar a comprender nuestra condición humana y nuestra experiencia espiritual. Laplanche y Pontalis (2004), definen pulsión como una fuerza que empuja de forma indeterminada, en relación al comportamiento que ocasiona y al objeto que provee
satisfacción.
Se distingue de “instinto”, que es para estos autores un esquema comportamental heredado propio de la especie animal, que se desarrolla según una secuencia temporal, poco dispuesto a ser perturbado y responde a una finalidad concreta.
Por ejemplo, cuando llegue el momento dentro del ciclo sexual, el apareamiento entre dos mamíferos se dará de forma instintiva, siendo una acción completamente fisiológica, independiente de gustos, intereses, atracciones y seducciones. El macho no se fijará en los rasgos físicos de la hembra ni en la forma de comportarse o interactuar; solo satisfará su necesidad biológica producto del instinto. En cambio, el sujeto humano es un ser pulsional; la pulsión es una noción fronteriza entre lo psíquico y lo somático, como un representante psíquico de “los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal” (Freud 1915, 117).
La pulsión es una energía psicobiológica que rige la actividad del psiquismo humano. “Una pulsión
nunca puede pasar a ser objeto de la conciencia; sólo puede serlo la representación que es su representante” (Freud, 1915, p. 173). Estas representaciones pueden ser afectos, fantasías o, también, desde las pulsiones de autoconservación fisiológicas, necesidades, como el comer.
Te invito a recordar una situación o experiencia en donde has sentido un afecto amoroso hacia una persona, puede ser un amor de amistad, filial o más erótica. Sientes en tu cuerpo una sensación agradable de estar con esa persona; si es una atracción más sexual, sentirás un cosquilleo en tu estómago o un nerviosismo corporal. La vivencia somática irá unida a un pensamiento que generará un sentimiento agradable y placentero al dialogar, compartir o abrazar a esa persona. A eso le llamará Freud “Pulsión de Vida” (Eros), en síntesis, es el amor. No solamente esa pulsión buscará a una persona a la cual amar o unirse, también, a través de la sublimación, podrá expresar esa energía a través del trabajo, de un proyecto pastoral, del arte, o de una acción solidaria.
Ahora recuerda un intenso afecto de rechazo, rabia o incluso de odio hacia un amigo, compañero de comunidad o miembro de tu familia; tu cuerpo estará generando tensiones internas, un estado de impaciencia; tu rostro es probable que se desfigure o cambie de color; incluso tendrás ganas de alejarte o de confrontarlo directamente; habrá personas que se desquitarán con un objeto para descargar la furia y otros en cambio se van tensionar reprimiendo su pensamiento de atacar físicamente a alguien. Freud le llamará a esta pulsión, “Pulsión de muerte” (o de destrucción)3.
Freud (1915) describe que la pulsión sexual tiene 4 características: empuje, meta, objeto y fuente.
A continuación, describimos brevemente cada uno de ellos.
Para Freud (1915) el empuje es el factor motor de la pulsión, es decir “la suma de fuerza o la medida de la exigencia de trabajo que ella representa (repräsentieren)” (p. 117).
La pulsión es siempre activa, aunque pudiera tener una meta o fin pasivo. En nuestra experiencia, experimentamos distintos tipos de impulsos, fuerzas y movimientos psíquicos con un correlato corporal.
La meta o fin de la pulsión es para Freud (1915) la satisfacción o el placer que se produce por la
supresión del estado de excitación o tensión de la fuente pulsional. La pulsión es invariable y las vías de
3 Pensemos en los actos vandálicos que surgen en protestas y manifestaciones políticas. Aflora inconscientemente la pulsión de muerte, queriendo destruir y borrar todo cuanto existe; las frustraciones, los rechazos infantiles, las faltas de amor, las decepciones se expresan de manera violenta… es el “retorno de lo reprimido”. También, aparece la pulsión de muerte en los atentados contra el propio cuerpo de adolescentes que se hacen heridas en sus brazos y piernas, queriendo apaciguar la angustia que se genera producto de conflictos y sufrimiento muy profundos que normalmente no son capaces de nombrar. Cuando no está presente la palabra expresando lo que se siente, el diálogo con otro y una escucha adecuada, aparece el cuerpo con todas sus expresiones mortíferas. La pulsión de muerte será para Freud una fuerza primaria que tiene lo viviente de retornar a lo inanimado.
satisfacción pueden ser diversas. No hay que pensar en el placer o satisfacción, solo desde el punto de vista sexual, que sin duda la pulsión busca alcanzar, sino que también en otros tipos de satisfacciones.
Para Freud (1915) el objeto de la pulsión es “aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta” (p.
118); es lo más mudable y endeble en la pulsión. No hay una determinación orgánica hacia un objeto específico en la pulsión. Puede haber múltiples sustituciones en cuanto al objeto y “también puede ser una parte del cuerpo propio” (p. 118); igualmente un mismo objeto puede servir a varias pulsiones. Aquí es clave entender que el objeto hace referencia tanto a personas, cosas como a realidades diversas; no se debe interpretar el concepto de objeto aplicado a una persona como una cosificación de aquella, sino que es una palabra que engloba cualquier entidad que el sujeto busca para amar o según el lenguaje psicoanalítico investir (indica en qué lugar la pulsión buscará descargarse). El objeto puede ser una persona, una vocación
o una cosa digna de ser apreciada.
La fuente es “aquel proceso somático, interior a un órgano o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado (repräsentiert) en la vida anímica por la pulsión” (Freud, 1915, p. 118). Aunque la pulsión surja de fuentes orgánicas, se nos da a conocer en el psiquismo por sus metas o fines, y no resulta imprescindible su conocimiento preciso. La pulsión, que es claramente una realidad psíquica, se apuntala en un miembro del organismo.
Pensemos en un ejemplo. Una mujer se siente atraída (fuerza) por un varón (objeto) y desea amar y ser amada porque se quiere sentir más completa y feliz (meta del placer) habiendo tenido experiencias anteriores positivas; y en su cuerpo (fuente) será desde donde experimente esta atracción que terminará probablemente en algún momento de esa relación con la unión sexual. Para Freud, la pulsión sexual en su desarrollo buscará finalizar en un encuentro íntimo, habiendo previamente experimentado pulsiones parciales tales como la conversación, el abrazo y el beso.
Debemos aclarar que no siempre la pulsión sexual4 tiene como meta el encuentro sexual, también la pulsión, puede cambiar de objeto y de fin; a eso le llamamos sublimación, fenómeno importante de ser comprendido por todo ser humano y especialmente por los célibes. Es decir, una persona casada o el religioso, podría sublimar la pulsión sexual de múltiples formas: el trabajo profesional, acciones solidarias, una expresión artística o creativa, la oración o la labor pastoral, etc. Para que exista la sublimación se deben dar ciertas condiciones que veremos en publicaciones posteriores.
Para finalizar este escrito les propongo tomar como ejemplo la figura de Jesús en un hermoso pasaje sublimatorio. El Señor les dice a los apóstoles: <<Con cuanta “ansia he deseado” (επιθυμια επεθυμησα) comer esta Pascua con ustedes antes de padecer>> (Lc 22.15). Aun cuando επιθυμια, que significa desear ardientemente, tiene una interpretación peyorativa y se utiliza para definir en Pablo a veces la “carne de pecado”, el evangelista la utiliza para hablar de esta fuerte inclinación (empuje) de Jesús de manera positiva.
El objeto de amor para el Señor es esencialmente el proyecto del Reino de Dios: <<amando a los
suyos hasta el extremo>> (Jn 13,1). Toda su vida fue derramando su amor, especialmente a los pobres y marginados y anunciado una imagen de Dios Padre muy distinta a la que los fariseos y maestros de la ley predicaban.
Su fin es hacer la voluntad de Dios padeciendo como un “siervo sufriente”; el fin de su vida, fue un actuar libremente como un Hijo obediente por amor al Padre.
La fuente se puede describir en Jesús en un momento crucial en el huerto de los Olivos donde
podemos imaginar la tensión corporal que tuvo que experimentar: <<comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: Mi alma está muy afligida, hasta el punto de la muerte”, quédense ustedes aquí, y permanezcan despiertos conmigo. En seguida Jesús se fue un poco más adelante, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, y oró diciendo: “Padre mío, si es posible, líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú>>. (Mt 26, 37-39)
4 No es fácil entender que la sexualidad para Freud, va más allá que lo genital y el acto sexual, sabiendo que esta dimensión que es pulsional, buscará la descarga y satisfacer el deseo erótico: la sexualidad es fuerza, es energía (libido). La sexualidad es relación; por eso buscamos objetos a los cuales amar; también esa misma sexualidad estará unida a fuerzas agresivas que tendremos que conocer cómo encauzar y limitar. Sobre todo Freud va a indicar que la sexualidad es compleja, conflictiva, problemática, y puede tener variados destinos. No podemos negar que la pulsión sexual traerá para el célibe diversas exigencias y conflictos, que luego de un gran trabajo psíquico y espiritual tendrá que aprender a sublimar para vivir en paz.
Uno de los elementos que condujo el proceso de aggiornamento en el Vaticano II fue el de mantener, desde una interpretación renovada y fiel de la tradición, una actitud de diálogo con el mundo y una apertura a los nuevos descubrimientos de las ciencias humanas, naturales y sociales. Gaudium et spes insta a “reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe” (62). Esto no es algo nuevo en la historia de la Iglesia. La primera comunidad cristiana y los padres de la Iglesia se auxiliaron de las corrientes culturales y filosóficas de su tiempo para comunicar el mensaje del evangelio y dar respuesta a los interrogantes fundamentales sobre Dios y el ser humano. Llama la atención que aún se observa en algunos cristianos una mirada recelosa a toda propuesta o pensamiento que no surja de un sujeto creyente o no esté avalada oficialmente por la Iglesia. Olvidan la acogida que tuvo la filosofía platónica y aristotélica respectivamente en la teología agustiniana y tomista y otros esfuerzos por integrar la revelación con los descubrimientos de las ciencias o con procesos históricos que influyeron en las posturas de la Iglesia sobre diversos temas. Un ejemplo de esto es el movimiento que generó al interior de la Iglesia la filosofía marxista, suscitando nuevas comprensiones sobre la cuestión social y la dignidad del trabajo, explicitadas en la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, publicada en 1891. Durante el año 2023, las primeras páginas del comunicado estuvieron dedicadas a comentar los artículos del credo apostólico con sencillas meditaciones teológicas; ahora, en este curso, deseo reflexionar sobre algunos conceptos surgidos de la tradición psicoanalítica y tratar de integrarlos y discutirlos con problemáticas o preguntas que surgen desde nuestra experiencia humana, espiritual y la práctica pastoral. El cuerpo teórico psicoanalítico es extenso y diverso y es una disciplina que en este último tiempo he estudiado y reflexionado con pasión y entusiasmo. Personalmente me ha ayudado muchísimo a comprender la realidad humana y social y, especialmente, a mí mismo. No me siento ni un experto ni un erudito; solo agradezco la oportunidad de poder plasmar en estas páginas mis inquietudes y ayudar a la reflexión. Sé que esta temática puede no ser de interés para alguno de ustedes y lo comprendo; pero es también una manera de compartir lo que tengo y lo que soy. Son variadas las escuelas psicoanalíticas que han nacido a partir de su fundador Sigmund Freud; dentro de ellas existe una multiplicidad de autores con matices y perspectivas distintas. Algunos incluso han hecho planteamientos que podrían pensarse casi opuestos a los de Freud. Es entonces importante subrayar que cuando hoy hablamos de psicoanálisis no nos referimos solo al pensamiento de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, ni tampoco a una teoría y práctica uniforme ni homogénea; es una disciplina que se ha ido desarrollando al pensar al sujeto que emerge en cada época cultural y adquiere rasgos y características distintas. Hoy, por ejemplo, se pregunta el psicoanálisis sobre el impacto que tiene en la psiquis las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial, reconociendo que a temprana edad los niños ya tienen acceso a pantallas con las cuales interactúan, disminuyendo su capacidad para desarrollar el lenguaje y de relacionarse con otros cara a cara. La principal característica de esta disciplina es buscar la verdad de cada sujeto que es considerado único y original; es decir, existe un respeto absoluto a su subjetividad. Aunque hay conceptos que pueden englobar un fenómeno común y establecer una teoría, no pretende ser una única verdad que desea ser impuesta. Freud dio varias definiciones del psicoanálisis. Una de las más explícitas se encuentra al principio del artículo de la Encyclopedic aparecido en 1922: “Psicoanálisis es el nombre de un método para la investigación de procesos mentales prácticamente inaccesibles de otro modo; es un método, basado en esta investigación, para el tratamiento de los trastornos neuróticos y una serie de concepciones psicológicas adquiridas por este medio y que en conjunto van en aumento para formar progresivamente una nueva disciplina científica”. En resumen, es un método de investigación del inconsciente, a través de los síntomas, y sus formaciones (palabras, actos, olvidos, lapsus, chistes, sueños); una técnica psicoterapéutica (escucha, asociación libre, transferencia) que desea curar el sufrimiento humano y un cuerpo teórico que surge especialmente de la clínica con los pacientes y apoyada por indagaciones de diversos autores. Personalmente estoy más posicionado en esta última vía, ya que las anteriores requieren ser abordadas desde una práctica clínica que no poseo del todo.
La historia de las relaciones entre psicoanálisis y la Iglesia católica son fascinantes, extensas, pero también conflictivas. No es el motivo de estas páginas abundar en el tema, pero es bueno indicar que el psicoanálisis no ha recibido ninguna reprobación directa ni oficial de la Iglesia1; sin embargo, en la década de los 50, grupos conservadores instaron al Vaticano a realizar una condena del psicoanálisis, pero la intervención de diversas figuras eminentes del campo psiquiátrico, psicológico y psicoanalítico, en el ámbito católico, evitaron tal intento (Domínguez, 1995). Lo que sí ocurrió fue la censura a varios teólogos (L. Beirnaert, A. Godin, A. Plé, J.M. Pohier; M. Oraison, G. Zilboorg, entre otros) que realizaron los esfuerzos por hacer dialogar seriamente la teología y el psicoanálisis, algunos de ellos abriendo camino a nuevas comprensiones de la sexualidad, el pecado, la culpa, la dirección espiritual y el discernimiento vocacional. Efectivamente, el estudio freudiano del fenómeno religioso ha sido una de las críticas hacia la religión más inmisericorde que se han verificado en el siglo XX y, a partir de ella, la Iglesia ha visto con recelo y desconfianza estos planteamientos. No obstante, esta crítica -que, en parte, es fruto de la época que le tocó vivir a Freud- ha permitido que varias propuestas teológicas excluyan de sus postulados toda perspectiva mágica, ilusoria y desencarnada de la experiencia espiritual. Este ha sido el trabajo serio al cual se ha dedicado toda su vida el jesuita español Carlos Domínguez Morano acogiendo la solicitud de Vaticano II: a través de las ciencias profanas, llevar “a los fieles a una más pura y madura vida de fe” (GS 62). La idea es entonces acercarse a algunos conceptos psicoanalíticos sin prejuicios ni desconfianzas, sino manteniendo esa actitud de diálogo con una corriente que se ha propagado en diversas áreas de nuestra cultura y la vida cotidiana. Recordemos la confesión que hace el Papa Francisco al sociólogo francés Dominique Wolton cuando afirma que visitó durante seis meses a una psicoanalista judía argentina para trabajar ciertos temas personales, la cual le ayudó mucho y a la que consideraba una persona muy buena. Ella, poco antes de morir, se encontró con el Papa para tener un diálogo espiritual con él. Freud descubre el inconsciente, a partir de su práctica clínica. Se daba cuenta de que ciertas enfermedades, tales como con la histeria o la neurastenia, comprendidas solo como fenómenos fisiológicos, no podían ser curadas con los métodos tradicionales. En la histeria los conflictos psíquicos se manifestaban en síntomas físicos, como ataques semejantes a los de los epilépticos, cegueras, contracturas, paraplejias, etc; síntomas que no tenían como fuente una causa neurológica. En la experiencia de la escucha de estos pacientes, por un lado, Freud se da cuenta de que, en la medida en que la persona verbalizaba recuerdos y experiencias traumáticas, los síntomas iban desapareciendo y, por otro, había momentos en que a la persona se le hacía muy difícil recordar, como si se resistieran sus hechos y vivencias del pasado a ser revelados. Es decir, había un ámbito psíquico que era desconocido para el sujeto, pero que influía en su cuerpo y en su mente. Desde un comienzo, Freud tiene como principal objetivo, en su nueva propuesta terapéutica, aliviar el sufrimiento humano a partir de la comprensión de la neurosis y otras enfermedades psíquicas; junto con ello abordará en su larga trayectoria y con diversas modificaciones, en sus cientos de artículos2, su teorización sobre la sexualidad, la interpretación de fenómenos culturales y sociales y su técnica terapéutica. Freud acuña el concepto inconsciente en 1896. Es una palabra que ya había sido utilizada por otros autores, pero era entendido como lo “no consciente” (Home Kames) o como aquello que no se podía conocer. El inconsciente freudiano tiene una especificidad propia; no es un lugar considerado inaccesible, sino que regresa constantemente a través de sus formaciones, como lo indicamos en los párrafos previos. No está en silencio, irrumpe insistentemente y es así, bajo sus formaciones, como captamos su lógica: estructurada como un lenguaje (Lacan). El descubrimiento del inconsciente trae consigo variadas consecuencias que pueden enriquecer nuestra antropología cristiana; por el momento menciono solo tres. La primera de ellas nos hace afirmar que no conocemos todo el dinamismo de nuestra psiquis; nuestra vida emocional tiene dimensiones inconscientes que ignoramos. Todos hemos
1 Pio XII, crítico a los planteamientos freudianos, especialmente por su postura pansexualista – crítica que me parece injusta- indicaba que un método psicoterapéutico podría ser aceptado si se cumplen tres condiciones: a) que excluye de su método la búsqueda de las causas sexuales prefiriendo a la investigación psicoanalítica un tratamiento "indirecto" centrado en la conciencia y respetuoso del "dominio de sí; b) se debe evitar violar el secreto de la confesión y respetar la resistencia de los pacientes que se niegan a "decir todo"; c) debe aceptar la existencia del pecado o la culpa, que trascienden del sentimiento de culpabilidad y sólo son absueltos por la contrición y el perdón sacramental. En estas palabras la Iglesia no condena ni el freudismo ni el psicoanálisis, sino que trata de fijar una condición de la psicoterapia en la que los freudianos tendrían un lugar siempre y cuando respeten las reglas de la moral cristiana. (Cf. E. Roudinesco, La batalla de los cien años, Historia del psicoanálisis en Francia, 1993, p. 200) 2 La edición en español de la editorial Amorrortu, está compuesta por 24 tomos que alcanzan a completar 8408 páginas.
vivenciado actitudes, actos y expresiones verbales que no sabemos por qué se producen, se realizan o se dicen. Es decir, no somos conscientes de todo lo que nos sucede y varias veces ignoramos las causas de nuestras sufrimientos y conductas. Quien diga que sabe muy bien por qué actúa de una manera o experimenta ciertas emociones, o declara que comprende todo lo que vive, se engaña o, mejor dicho, se miente a sí mismo. Para indagar en todo aquello que está alojado en el inconsciente necesitamos pasar por un largo proceso de análisis con un terapeuta que nos ayude a escucharnos y a comprendernos a nosotros mismos, en un encuadre ético y profesional. Para mayor claridad, nadie podría analizar a otro, en el contacto cotidiano o mientras se conversa como dos buenos amigos. Lo que sí podría suceder en nuestras relaciones interpersonales, es caer en la cuenta que en nosotros o en los demás hay algo que debe ser analizado y acompañado, porque genera dificultades o conflictos. Una segunda consecuencia es el reconocimiento humilde de que no tenemos control total de nuestra voluntad, ni de nuestros deseos o impulsos. Recordemos el importante versículo paulino: “Porque yo sé que, en mí, es decir, en mi naturaleza débil, no reside el bien; pues, aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero hacer” (Rm 7, 18-19). El apóstol se da cuenta que hay fuerzas interiores que no siempre domina y que arrasan con su libertad: es la condición limitada y frágil del ser humano; somos “sarx”, la misma carne/humanidad que Jesús asumió. A esas fuerzas interiores, Freud le llamará pulsiones; de aquí que muchas veces llamamos impulsividad a esas respuestas rápidas, inesperadas y a veces irracionales, en las cuales buscamos una gratificación inmediata para reducir la ansiedad o la tensión psíquica. En otros comunicados abordaremos estos conceptos. La noción de inconsciente (Freud, 1915) fue uno de los tres grandes golpes que la ciencia había causado al orgullo narcisista de la humanidad. El primero lo realizó Copérnico cuando demostró que la Tierra no era el centro del universo. Luego vino Darwin a decirnos que no éramos los reyes de la creación. Y, finalmente Freud, nos comunica que no somos tan dueños de nuestros actos, pensamientos o incluso sentimientos como solemos creer. (Talarn, 2017) Una tercera consecuencia tiene que ver con nuestra experiencia del deseo. En Freud, el concepto de deseo no hace referencia a la necesidad. Por ejemplo, aunque digamos tengo deseo de comer algo sustancioso o de dormir porque estoy cansando, eso es para nuestro autor más, una necesidad fisiológica que un deseo psíquico. Tampoco es un anhelo, como un sueño o esperanza que quiero lograr en mi vida o una meta alcanzar. El deseo es inconsciente; está ligado a las primeras experiencias de vida, especialmente a nuestro vínculo estrecho y fusional con nuestra madre. Pensemos en un bebé que recién nace; no tiene consciencia de sí, no sabe que es alguien ni que hay otro que está afuera de él, aunque ese otro marcará su existencia; sus primeras experiencias están ligadas a la satisfacción que siente de ser alimentado, saciado y calmado por el pecho de la madre. El bebé se hace uno con su madre y en esa experiencia de placer o de disminución de la tensión que genera tener hambre, quedará marcada una huella para siempre: buscar satisfacciones en alguien o en algo que nos llene por completo. Sin duda que el deseo psíquico nace ligado a una necesidad fisiológica, pero luego se desprende de ella para transformarse en algo netamente psíquico. Por eso nosotros durante toda la vida buscamos y nos esforzamos, inconscientemente, a restablecer la situación de la primera satisfacción: tal moción es la que Freud llama deseo. Lo interesante del concepto es que lo que se desea -que nunca logra satisfacerse por completo- es siempre una especie de “fantasma” o “fantasía”, algo que no es concreto ni preciso, aunque creamos que sí lo es. ¿No hemos experimentado a lo largo de nuestra vida una cierta insatisfacción permanente? Recordemos cuántas satisfacciones, que nos han permitido dar sentido a la vida, quedan rápidamente en el pasado provocando que volvamos a buscar nuevos amores que nos devuelvan a ese estado de gozo. Es necesario remarcar que en ciertas propuestas espirituales se suele confundir ese objeto de deseo fantasmático con la aspiración básica de un creyente de encontrar a Dios. Ni Dios, ni el sacerdocio, ni la misión encomendada, pueden llenar por completo el deseo del ser humano, ni ser considerado como esa aspiración total que el deseo busca. Si esto ocurriera estaríamos convirtiendo a Dios en un sucedáneo de una de las fantasías más arcaicas y regresivas, creyendo que somos capaces de no experimentar ningún tipo de separación, ni falta. (Domínguez, 2004). Dios será siempre ese Otro que nos trasciende, cuya distancia nos permite seguir buscándole
La comunión de los santos
La frase “La comunión de los santos” se incorporó al credo apostólico a finales del siglo IV. San Agustín, explicando el Credo a los catecúmenos, saltaba de “la santa Iglesia al perdón de los pecados”, sin mencionar para nada la comunión de los santos. El texto latino del credo indica –communio sanctorum– pudiendo ser comprendido de dos maneras: como la comunión entre las personas santas y la comunión con lo santo y lo sagrado. Se utiliza más la primera forma y es la que guarda el sentido más original.
En la antigüedad cristiana la palabra “santo” no tenía el sentido moral que le damos hoy; lo santo era todo lo que tenía relación con Dios. En el nuevo testamento, los santos son todos los que creen en el Señor (cf. Hch 9,13.32.41; Rom 8,27; 12,13; 1 Cor 6,1; 14,33; 16,1...) y que se ven a sí mismos como pecadores; no son comprendidos como “santos de pedestal”.
En consecuencia, también los pecadores, como todos nosotros, estamos incluidos en la comunión de los santos y nos beneficiamos de ello. Esta comunión se manifiesta tanto en el ámbito de los bienes espirituales como en el de los bienes materiales. Los cristianos no vamos hacia Dios en solitario, sino acompañados por todos los hermanos en la fe. Formamos –como dice el papa Francisco– “una gran familia, en la que todos sus miembros se ayudan y se apoyan mutuamente”. Y agregaba: “La comunión de los santos va más allá de la vida terrena, va más allá de la muerte y dura para siempre” (30 de octubre de 2013).
La comunión de los santos también demanda compartir los bienes materiales. La primera comunidad cristiana compartía todo, vendiendo incluso sus posesiones o hacían colectas para repartir el dinero entre los más pobres (Hch 2,42-47; 4,32-35; 2 Cor 8,9-15). El grado más intenso de comunicación de bienes debe darse en el interior de cada comunidad cristiana. Allí no debería tolerarse que haya pobreza, a no ser que esté compartida por todos. El segundo grado de comunicación de bienes debe darse entre las diversas comunidades cristianas. Por eso san Pablo estableció la ayuda de la Iglesia de Corinto a la Iglesia hermana de Jerusalén (cf. 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8,1-15). En un tercer momento, esta comunión debe alcanzar a los no cristianos: “Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? Hasta los paganos se portan así” (Mt 5,47).
Si ahora tenemos en consideración que el genitivo “sanctorum” es neutro, debemos hablar de nuestra comunión con todo “lo santo” que hay en la Iglesia, y particularmente de las dos “Mesas”: la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (DV 21); es decir, la palabra de Dios y los sacramentos. La Palabra y el lenguaje tienen un papel fundamental en la construcción de la psiquis y de la mente humana. De ahí que la palabra de Dios tiene poder y es capaz de cambiar la mentalidad del ser humano que se abre a esa verdad y acoge la gracia de Dios.
Así, el sistema simbólico se sustenta y se regula fundamentalmente a través del lenguaje, lo que evidencia que este último es la estructura esencial mínima e imprescindible de la condición humana, de nuestra percepción de la realidad y de nuestro conocimiento del mundo.
Pues bien, si la palabra humana tiene tanto poder, podemos imaginar cuánto mayor será el poder de la palabra de Dios.
El perdón de los pecados
En relación al perdón de los pecados, desde hace algunas décadas nos encontramos ante una crisis de la conciencia de pecado. Por un lado, se denota una disminución de la celebración del sacramento de la reconciliación y un reemplazo de la conciencia de pecado por la valoración de las acciones como un error, una negligencia o una consecuencia de nuestra debilidad. Más aún, se aprecia una indiferencia ante la propia responsabilidad frente a lo que decimos y hacemos.
Es bueno recordar que existe un sentimiento de culpa que es sano, que es aquel que asume el daño objetivo realizado a los demás o a sí mismo, tanto por lo ejercido como por lo omitido, sin caer en angustias ni ansiedades desproporcionadas; se trata de un sentimiento que busca una sincera conversión.
También existe una culpa insana, que es aquella que no genera una preocupación por el daño realizado, sino una inquietud por la propia imagen dañada; es decir, por no haber alcanzado aquel ideal de sí mismo o porque nuestra conducta contraria al evangelio ha sido observada o descubierta por otras personas, las cuales habrán construido una opinión inadecuada de nosotros. Será necesario realizar un correcto discernimiento ante este sentimiento de culpa, ya que no es fácil distinguir entre la culpa sana e insana.
Dicho lo anterior, hay algo aún más grave: la ausencia del sentimiento de culpa. Esto está presente especialmente en personas que poseen rasgos o trastornos narcisistas y anti sociales, que los lleva a cometer actos objetivamente malos y dañinos hacia los demás, en los cuales sentirán poco o ningún tipo de remordimiento ni arrepentimiento. Algunas de ellas, que aparentemente se relacionan socialmente de modo muy adecuado, no despiertan ningún tipo de sospecha, pero mantienen motivaciones e intenciones - en un continuum de rasgos - que pueden ser catalogadas de perversas.
Pues bien, lo que pretende el credo, no es afirmar que Dios está ávido de enrostrarnos nuestro pecado; sino que, por el contrario, nos invita a recibir su perdón y su misericordia, porque el Señor siempre estará dispuesto a perdonarnos, cuando asumamos nuestra condición de pecadores, estemos arrepentidos y dispuestos a reparar el daño realizado. Es así como el Espíritu Santo va actuando para que volvamos una y otra vez a la comunión con Dios, con los hermanos y con todo lo creado.
La resurrección de la carne
La resurrección de Cristo, de la que hablamos en la segunda parte del Credo, no fue algo que afectó exclusivamente a su persona. El Nuevo Testamento dice de él que fue “el líder (archēgós) de la vida” (Hch 3,15), el que “después de morir sería el primero en resucitar” (Hch 26,23), “el primogénito de los que triunfan sobre la muerte” (Col 1,18; Ap 1,5; cf. 1 Cor 15,20).
Cuando proclamamos que esperamos la “resurrección de la carne” no estamos pensando en la resurrección del cadáver. En la antropología bíblica, “carne” no equivale, como en castellano, a la parte comestible del cuerpo de un animal sino a la persona humana completa. Por eso cuando el prólogo del Cuarto Evangelio dice que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) quiere decir que el Hijo de Dios se hizo hombre. Así, pues, el cristiano cree en la resurrección del ser humano; y del ser humano “todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (GS 3).
Pero, naturalmente, nuestra resurrección –como ya dijimos en su momento de la resurrección de Cristo– no será una “resurrección hacia atrás” para volver a tomar el cuerpo que ahora tenemos, sino una “resurrección hacia delante” para empezar la vida eterna.
Lo que encontraremos al otro lado de la muerte es otro orden de realidad del que todavía no tenemos experiencia, y por lo tanto no solo carecemos de palabras para describirlo, sino que incluso somos incapaces de imaginarlo. Con palabras de san Pablo, “lo que jamás vio ojo alguno, lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar, es lo que Dios tiene preparado para quienes le aman” (1 Cor 2,9).
La vida eterna
La “Vida eterna” es sinónimo de “salvación eterna”; es decir, lo que popularmente llamamos “el cielo”. La Biblia designa con la palabra “cielo” la morada de Dios (cf. Sal 2,4; 20,7; Ez 1,1; Mt 5,16; Lc 11,2; Rom 1,18). No solo eso; en los libros sagrados el cielo está tan íntimamente vinculado a Dios que incluso se utiliza como sinónimo suyo (cf. Dan 4,23; 1 Mac 3,18; Mc 11,30; Lc 15,18.21; Jn 3,27). Por tanto, la esencia de la vida eterna es disfrutar de Dios, gozar de la comunión de vida que Él nos concede, sin que exista ya la posibilidad de alejarnos de Él. En efecto, la tradición de la Iglesia ha afirmado siempre que, aun cuando lo esencial de la salvación sea disfrutar de Dios, poder hacerlo junto a las personas que hemos querido en esta vida aumentará todavía más nuestra felicidad. San Agustín, por ejemplo, decía que la salvación es “gozar de Dios y gozar juntos de Dios” (La ciudad de Dios, lib. 19, cap. 13).
Finalmente, a cada uno de nosotros y a la creación nos espera pasar por un momento de discontinuidad que en nuestro caso se llama “muerte” y en el de la creación, “fin del mundo”; pero esa discontinuidad no supone destrucción de lo anterior, sino transformación que lo lleva a plenitud.
A menudo ha circulado en algunos artículos académicos la metáfora del iceberg atribuida a Freud, como una explicación visual de las dos tópicas freudianas, pero más bien hay que asignarla…
Leer másUno de los elementos que condujo el proceso de aggiornamento en el Vaticano II fue el de mantener, desde una interpretación renovada y fiel de la tradición, una actitud de…
Leer másLa comunión de los santos La frase “La comunión de los santos” se incorporó al credo apostólico a finales del siglo IV. San Agustín, explicando el Credo a los catecúmenos, saltaba…
Leer másLa ascensión no es un acontecimiento distinto a la resurrección, sino que es un rasgo de la misma; esto está confirmado al comprobar que en Mateo, Juan y Lucas solo…
Leer másEl “descenso a los infiernos” es el enunciado más complejo de comprender para el creyente de hoy, por eso algunos teólogos consideran que debería ser reformulado; no es nuestro deseo…
Leer másPuede parecer insólito que el Credo, además de nombrar a Jesús y María, se mencione a Poncio Pilato. Esta evocación parece que busca señalar una demarcación concreta; lo que se…
Leer másEl Dios cristiano es esencialmente un ser relacional, es pura extroversión y donación; por lo tanto, es solo poder de amor que se entrega y se vincula recíprocamente ad intra…
Leer másLa fe en Jesucristo se fundamenta en el acontecimiento de su resurrección; es el gran signo donde se revela que Dios toma partido a su favor en el proceso en…
Leer másDecir «creo en Dios» es mucho más que decir simplemente «creo que existe Dios». Hoy, muchas personas aceptan únicamente la cantidad mínima de Dios necesaria para no declararse ateas, pero…
Leer más