El Papa Francisco (2013), desde inicio del pontificado, ha remarcado la necesidad de enfrentar con vigor la problemática del clericalismo, que lo cataloga como un modo de hipocresía farisaica que conduce a la mundanidad espiritual.
El documento preparatorio sobre el sínodo de la sinodalidad indica que la Iglesia “entera está llamada a confrontarse con el peso de una cultura impregnada de clericalismo, heredada de su historia, y de formas de ejercicio de la autoridad en las que se insertan los diversos tipos de abuso (de poder, económicos, de conciencia, sexuales). Es impensable una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios” (Nº 6).
En diversas instancias de reflexión entre sacerdotes en donde he participado y se ha tratado el tema del clericalismo, he percibido que algunos presbíteros se sienten atacados, como si el Papa criticara, con la descripción de esta realidad, a todos los sacerdotes; otros manifiestan cansancio de que se insista en esta problemática, la cual consideran que no es central ante los desafíos que enfrenta la Iglesia hoy. Otros piensan que el tema del clericalismo es una obsesión del Papa Francisco -que en algunos textos lo ha ligado con el narcisismo- como veremos en el próximo comunicado, olvidando que el clericalismo ha sido denunciado no solo por el actual pontífice, sino que también por los papas Benedicto XVI y Juan Pablo II. Es probable que esta actitud defensiva no sea sino un síntoma más de este clericalismo, que se incomoda con cualquier tipo de crítica o cuestionamiento a un cierto estilo sacerdotal.
El Papa Juan Pablo II (2002), afirmaba que “el clericalismo es para los sacerdotes la forma de gobierno que manifiesta más poder que servicio, y que engendra siempre antagonismos entre los sacerdotes y el pueblo”.
Para el Papa Benedicto XVI (2013), el clericalismo es una tentación de los sacerdotes, que se cierran a las necesidades de los demás, tiranizando al Pueblo de Dios, “señoreando a los laicos” y haciendo inútil su configuración con Cristo Buen Pastor.
Benedicto XVI (2010) ha expresado que la eucaristía, comprendida en su verdadero sentido teológico, puede ayudarnos a superar el clericalismo, puesto que nos enseña a despojarnos de nosotros mismos; plantea que la vivencia de la eucaristía es el lugar para tomar conciencia de que Cristo en ella sale de sí mismo, de su propia gloria, rebajándose hasta ser uno de nosotros. Por lo anterior, el sacerdote que preside la eucaristía debe recordar que está en esa posición para servir a la comunidad y convertirse también en un pan partido para unir al Pueblo y entregar su vida en favor de los más necesitados.
Para el Papa Francisco (2014), el clericalismo es una enfermedad que tiende a convertir al sacerdote en un funcionario eclesial, quitando protagonismo y libertad a los laicos, alejando a las personas del Señor y buscando el consuelo no en Dios sino en él mismo. Refiriéndose a los presbíteros, el Papa afirma que algunos de ellos “se alejan de Jesucristo en vez de ser ungidos, transformándose en personas untuosas”. Son untuosos con aquellos que han puesto su fuerza en las cosas artificiales utilizando un lenguaje remilgado y con una actitud de vanidad; este tipo de sacerdote ha perdido la unción.
El pueblo de Dios sabe reconocer al sacerdote humilde, entregado y servicial ya que tienen un buen olfato; por el contrario, dice Francisco (2014), hay sacerdotes “idólatras”, que en lugar de tener a Jesús tienen pequeños ídolos; algunos son devotos del dios Narciso.
El Papa descubre que deben purificarse en los procesos de formación aquellas actitudes poco honestas de los futuros sacerdotes que están muy preocupados de cuidar su imagen y lo que hacen y dicen para ser bien evaluados y considerados; sin embargo, esconden, a veces conscientemente, su verdaderos pensamientos, criterios y motivaciones. Ese es el caldo de cultivo de un posible clericalismo.
El Papa Francisco (2014), al reflexionar acerca de las conductas sacerdotales, diferencia entre el pecado y la corrupción; el pecador quisiera no pecar, pero por su debilidad no puede evitarlo y se encuentra en una condición en la que no puede hallar una solución; arrepentido buscará el perdón para volver a la comunión con Dios. En cambio, el corrupto, no reconoce su problema, y no comprende lo que es la humildad. Jesús los comparaba con los sepulcros blanqueados: bellos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos putrescentes. “Y un cristiano que presume de ser cristiano, pero no vive como cristiano es un corrupto”; dicho de otro modo, es una “podredumbre barnizada”; y Jesús a éstos no les llamaba sencillamente pecadores, sino que les decía “hipócritas”.
Desde mi perspectiva personal, habría que preguntarse si basta el acto de contrición para convertirse y cambiar de vida o se necesitaría buscar la ayuda profesional para integrar la problemática que podría estar afectando a los demás o a sí mismo. En este caso, habría que hacer un discernimiento en relación a cuán grave es esta conflictividad, que puede estar afectando leve o seriamente la integridad personal y la de sus hermanos; una segunda perspectiva de discernimiento es si esta actitud, comportamiento o hábito, cuestiona su idoneidad sacerdotal. Un ejemplo de esto es plantearse que los sacerdotes que cometieron abusos sexuales, o graves abusos de poder y de conciencia, han perdido la capacidad de sostener y continuar con una vocación que tiene como misión cuidar, proteger y buscar el bien de los demás.
Para Francisco, lo que puede salvarnos del clericalismo es mantener una relación honesta y profunda con Jesucristo, que genere un proceso de transformación interior, reflejado en actitudes coherentes con las cualidades de un “buen pastor”, tal como la Iglesia lo pide a los sacerdotes. Ayuda a superar este fenómeno fomentar la capacidad de trabajar horizontalmente con equipos y consejos pastorales, escuchando y decidiendo en conjunto. Dice el Papa (2014): “El clericalismo confunde la figura del párroco, porque no se sabe si es un cura, un sacerdote o un patrón de empresa”; esto no niega que el sacerdote en muchos momentos de su trabajo pastoral tiene que saber decidir, a través de la escucha y el diálogo, ya que tiene una autoridad, que no es una conquista suya, sino un poder delegado por la Iglesia.
Otra de las problemáticas es la clericalización de los laicos, la cual se manifiesta, por un lado, al tratar de moldearlos según la tradición sacerdotal y pedirles que asuman tareas propias del sacerdote como servidor de la comunidad; algunos sacerdotes delegan tareas en los laicos más por comodidad que por una verdadero deseo de fomentar su compromiso laical; por otro lado, esta clericalización laical se revela al fomentar en los laicos la búsqueda del poder que algunos sacerdotes quieren ostentar de una manera distorsionada; el poder siempre será muy atractivo y placentero para todo laico.
No olvidemos que cada vocación tiene su propia espiritualidad y misión con sus respectivas características; algunos de estos rasgos no son exclusivos de estas formas de vida, pero sí son propias de estas vocaciones y se necesita impulsar. Por ejemplo, el laico está en el mundo de una manera encarnada, como fermento de vida evangélica en medio de las realidades temporales; los sacerdotes también están en el mundo, pero no en los mismos ámbitos y espacios sociales en los cuales se les invita a los laicos a dar testimonio de su fe.
Decía Juan Pablo II, “Cuando no es el servicio sino el poder el que modela toda forma de gobierno en la Iglesia, los intereses opuestos comienzan a hacerse sentir tanto en el clero como en el laicado. Este clericalismo se encuentra en formas de liderazgo laico que no tienen suficientemente en cuenta la naturaleza trascendente y sacramental de la Iglesia, ni su papel en el mundo. Estas dos actitudes son nocivas. Por el contrario, la Iglesia necesita un sentido de complementariedad más profundo y más creativo entre la vocación del sacerdote y la de los laicos. Sin él, no podemos esperar ser fieles a las enseñanzas del Concilio ni superar las dificultades habituales relacionadas con la identidad del sacerdote, la confianza en él y la llamada al sacerdocio” (Juan Pablo II, Discurso al VI grupo de obispos estadounidenses en visita “ad limina Apostolorum”, 2 de Julio de 1993).
Estamos viviendo un tiempo eclesial de encuentro, diálogo y discernimiento. El camino del sínodo sobre la sinodalidad, la asamblea eclesial latinoamericana y del Caribe y el proceso de escucha en la Iglesia chilena iniciado en el año 2018, son procesos que tienen por la finalidad que la Iglesia se piense a sí misma, descubra nuevos caminos de renovación y conversión al interior de la institución y proponga nuevas formas de relacionarse e insertarse en una sociedad plural y diversa.
El concepto aggiornamento, que significa en italiano actualización, fue un término que los papas Juan XXIII y Pablo VI popularizaron como expresión de que la Iglesia se renovara y asumiera evangélicamente los cambios culturales y sociales, proponiendo una nueva interpretación de los signos de los tiempos. Sacrosanctum Concilium expresaba esta actitud de la siguiente manera: «fomentar la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor las necesidades de nuestro tiempo a las instituciones susceptibles de cambio, promover todo lo que pueda ayudar a la unión de todos los creyentes en Cristo, y fortalecer lo que puede contribuir para llamar a todos al seno de la Iglesia». (SC 1)
¿Es posible que la Iglesia realice de verdad este camino? ¿Están todos los cristianos disponibles a la acción del Espíritu que hace nuevas todas las cosas? El clero, y especialmente aquellos que tienen responsabilidad, ¿tienen una actitud sincera de escucha y diálogo o sólo están dispuestos a que el Pueblo de Dios obedezca sus criterios y orientaciones?
En el documento de Aparecida (APA 365-372) se nos invitaba a una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Ap 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta” (366). Nuestra pastoral no puede abstraerse de los contextos socioculturales que representan “nuevos desafíos para la Iglesia en su misión de construir el Reino de Dios” (367). Esto nos mueve a pensar en nuestros estilos de relación al interior de las comunidades, las estructuras y los énfasis pastorales. Para que esta conversión se produzca, los fieles deben vivir una profunda relación con Jesucristo y promover una espiritualidad de comunión y participación.
En esa misma línea, el Papa Francisco, unos de los impulsores de Aparecida, exhortaba en Evangelii Gaudium, por una parte, a que todas las comunidades procuraran “poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están” (EG 25) y por otra, proponía, como ya lo había realizado Juan Pablo II, una nueva visión del “papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal” (EG 32). El fruto de esta propuesta de renovación ha sido la reciente publicación de la Constitución Apostólica "Predicate Evangelium", trabajo realizado durante nueve años, desde el inicio de su pontificado y que no estuvo exento de críticas y faltas de apoyo.
¿Qué es aquello que podría dificultar y entorpecer estos caminos de renovación y revitalización? ¿Cuáles son los estados psíquicos-espirituales que pueden influir en que los procesos de conversión individual, comunitario e institucional no puedan desencadenarse? No es fácil realizar este diagnóstico; sólo podría expresar lo que percibo a partir de mis experiencias y de mis subjetivas intuiciones.
¿Un estado depresivo?
A partir de las crisis eclesiales de varias dimensiones que hace décadas hemos estado viviendo, ya sea por los procesos de secularización, por los abusos sexuales, por las dificultades para transmitir la fe, por la distancia que existe en algunos contextos, entre la Iglesia y la sociedad y de las propias crisis de las congregaciones religiosas, derivadas de la falta de vocaciones, el envejecimiento de nuestras comunidades, los conflictos grupales e interpersonales, entre otros, es probable que algunos de nosotros estemos viviendo este momento histórico con desesperanza y desilusión. Podemos sentir una cierta tristeza -rasgo afectivo predominante de la depresión- porque la realidad eclesial y comunitaria ya no es la de antes; hay desconfianza hacia la institución y la falta de testimonio y coherencia de muchos hermanos y hermanas ha generado un desprestigio social que no es fácil de sobrellevar. El futuro se observa sombrío y la incertidumbre y angustia invaden nuestro corazón.
Esta tristeza -unida a una rabia muchas veces inconsciente- se manifiesta en una crítica descarnada a la Iglesia o a la congregación, perdiendo la fe y la esperanza en que seamos capaces de estar más disponibles a las inspiraciones del Espíritu; y aún más, genera un escepticismo de que el Señor pueda convertirnos y transformarnos. No se trata de buscar la gloria mundana de nuestras instituciones vividas en épocas pasadas; se trata, más bien, de vivir con alegría y paz el aquí y el ahora, aceptando la realidad, pero sirviendo a nuestro pueblo, creativa y gozosamente, con las fuerzas que tengamos, e incluso, con una comunidad muy debilitada.
Resistidos al cambio
La resistencia es ese mecanismo psíquico que apela a conservar lo que ya poseemos, combatiendo las ansiedades que provoca lo nuevo, que es vivido como una realidad dañina y perjudicial. Nos es más cómodo mantenernos en lo ya conocido y probado, ya que nos da seguridad, aun cuando nos esté dañando a nosotros mismos, a otros o al grupo de pertenencia. No estamos dispuestos al cambio, sobre todo cuando tenemos que esforzarnos en dejar una actitud o hábito placentero, pero que es poco humanizante y evangélico o cuando hay riesgo de perder el poder y estatus que ostentamos; hay resistencia al cambio cuando tememos perder las gratificaciones afectivas que nos conceden las personas que hemos conseguido que dependan de nosotros o cuando somos prisioneros de una autoimagen engrandecida que nos hace sentirnos intachables, pero que esconde una profunda inseguridad y poca estima de sí.
En consecuencia, podemos considerar que todo cristiano experimentará un nivel de resistencia y que dependerá de sus propios recursos, estar más disponible a la conversión a esa Buena Noticia que el Señor ha anunciado. Necesitamos pedir más lucidez para darnos cuenta qué debemos cambiar en nosotros, dialogar con alguien sobre mis propias luchas y escuchar lo que los hermanos y hermanas me indican y sugieren, para iluminar aún más mi realidad. Habrá que rogar al Señor que estemos atentos a las insinuaciones de aquel espíritu que nos hace engañarnos y mentirnos a nosotros mismos, despojándonos de nuestros personajes artificiales que impiden que seamos más auténticos y verdaderos. Si en nuestras comunidades bajáramos las defensas, y descubriéramos sin miedo nuestra verdad, posiblemente el camino sería más honesto, pacífico y esperanzador,
Dificultad para convivir con lo distinto
El filósofo Byung Chul-Han (2017) ha planteado que los tiempos del “otro”, como misterio, originalidad y deseo, van desapareciendo, dejando paso a la positividad de lo igual. La propagación de lo igual es lo que “constituye las alteraciones patológicas de las que está aquejado el cuerpo social”. Una de sus tesis plantea que “la expulsión de lo distinto” desencadena un proceso destructivo totalmente diferente: la autodestrucción. En general impera la dialéctica de la violencia: un sistema que rechaza la negatividad de lo distinto desarrolla rasgos autodestructivos. Actualmente han ido proliferando diversos grupos y cierto tipo de colectivos que abrazan una causa social, política o religiosa particular; éstos carecen de una visión más comprensiva e integral de la realidad, remarcando por sobre todo su especificidad con la pretensión de fortalecer su identidad siempre de carácter unívoca y uniforme.
Pienso en los descendientes de pueblos originarios, los colectivos LGTBIQ+, los ambientalistas, los animalistas, los veganos, etc.; incluso nuevos movimientos religiosos que remarcan fija y obsesivamente un rasgo de la espiritualidad cristiana. Cuando estos grupos, -que pueden poseer valores y buenos propósitos- interpretan la realidad sólo desde su particular cultura y perspectiva, sin abrirse a lo distinto y diverso, obstaculizan los pactos más globales, y los acuerdos transformadores, puesto que tienen grandes dificultades para dialogar con lo diferente, incluso, con lo opuesto. ¿No hemos experimentado en diversos ambientes eclesiales, incluso congregacionales, la tendencia a imponer nuestros esquemas y puntos de vista particulares, negando lo que los otros nos pueden ofrecer? Lo que se necesita en la Iglesia es apreciar los grados de verdad de planteamientos distintos a los nuestros, evitando sentirse atacados cuando las personas disienten de nuestras propias visiones, la mayoría de las veces, de carácter parcial.
Este es el último texto -y, además, continuación del anterior- de una serie de reflexiones que han tenido como objetivo proporcionar perspectivas para todos aquellos que trabajan con personas y equipos en el ámbito pastoral y que desean ayudarles a realizar un mejor servicio. La supervisión pastoral es una espacio regular, planificado, intencional y delimitado en el que una persona con experiencia pastoral y preparado para realizar este servicio ayuda a que los que ejercen un acompañamiento espiritual, individual o grupal, revisen su práctica. La relación entre el supervisor y los supervisados es una relación caracterizada por la confianza, la confidencialidad, el apoyo y la franqueza que da la libertad para explorar los problemas que surgen en su ministerio.
La supervisión puede arrojar aspectos no descubiertos en la relación de acompañamiento, marcar los impasses que surgen en el proceso, manifestar la transferencia que revela el acompañado y la contratransferencia del acompañante. Además, puede mostrar las dificultades que se pueden presentar en el trabajo mismo de búsqueda de la voluntad de Dios y de vivencia de los valores del Evangelio. El diálogo entre colegas y el aporte del supervisor puede ayudar a percibir otra visión en la comprensión del caso que se está estudiando y, si es necesario, reajustar la estrategia de trabajo que se construye en conjunto con la persona que acompañamos.
El supervisor pastoral no es el acompañante espiritual, aún cuando puede escuchar situaciones personales que los acompañantes puedan plantear. Debe enfocarse en ayudar a resolver dificultades, conflictos, impasses y limitaciones que surgen en la propia praxis de las personas que supervisa. La supervisión no es tampoco una especie de vigilancia administrativa; tiene que ver más bien con aquella imagen de Dios visitando y acompañando a su pueblo. Es una visita que se entiende como el modo en que Dios entra en la vida del pueblo de Israel, como una presencia estable y fiable.
Las funciones de la supervisión
Según los autores Inskipp y Proctor (2009), la supervisión tiene tres funciones genéricas: la normativa, la formativa y la restauradora.
La función normativa trata de cuestiones éticas que deben ser analizadas por los acompañantes. Temas tales como los principios éticos que guían el servicio que se realiza, la confidencialidad, los límites físicos y afectivos; estos son, sin duda, realidades que deben ser revisadas.
La función formativa consiste en ayudar al supervisado a crecer en su ministerio especialmente cuando se está iniciando y en los momentos en que aparecen situaciones personales y grupales complejas que no se tiene claridad en cómo abordarlas. En las primeras etapas puede haber habilidades claves o áreas que necesitan desarrollarse y examinarse con mayor profundidad.
La función restauradora consiste en apoyar emocionalmente al supervisado. El trabajo de muchos agentes pastorales es agotador. El simple hecho de que la persona que acompaña sea sostenida y escuchada es parte de esta función. Se trata entonces de facilitar que la persona supervisada se conecte con su visión, con el sentido de su vocación y recupere las capacidades para realizar un óptimo servicio.
El enfoque
No es un tema fácil de abordar. Cada supervisor de por sí tiene un enfoque particular, lo que dificulta la posibilidad de sistematizar modelos de supervisión en el acompañamiento. Un punto de partida importante será comprender que el supervisor es también un acompañante espiritual/pastoral y se sitúa al mismo nivel que el acompañante que se supervisa. Aunque el supervisor normalmente tiene más experiencia, se consideran colegas en el ministerio. Ambos comparten su experiencia y sus conocimientos para buscar el bien del acompañado, y ayudarle a que discierna su vida de cara al Señor. ¿De qué hablar entonces en la supervisión? ¿Qué temáticas o dimensiones deberíamos tratar en las sesiones?
Un enfoque de trabajo que nace de la propia experiencia, y que es una sugerencia, puede ser el siguiente:
En el acompañamiento individual
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En el acompañamiento grupal
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Para que estos enfoques puedan producir frutos es necesario que el material que se presente en la supervisión sea fiable, honesto y real. Sería muy interesante que el supervisado trajera los diálogos, palabras e intervenciones concretas que se han suscitado en la sesión.
La persona que supervisa
El supervisor es una figura relevante. Necesita de una preparación específica y es recomendable que haya tenido la experiencia de haber acompañado espiritualmente a otros. Debe poseer una base teórica de lo que significa el acompañamiento y una formación teológica y psicológica que le permita ayudar a integrar todas las dimensiones de lo humano. El supervisor debe haber hecho una opción por una metodología de trabajo y tener en cuenta la etapa vital y profesional del acompañante que acude a él. No es lo mismo supervisar a un acompañante experimentado que a uno que se inicia en este ministerio.
A continuación, intento describir las implicancias de supervisar cada uno de estos procesos. El acompañante iniciado suele experimentar una intensa dependencia del supervisor. Es frecuente, incluso, que advierta una transferencia hacia el supervisor, idealizándolo, sometiéndose, buscando aprobación o rechazándolo porque le cuesta aceptar sus sugerencias y su visión del caso. El acompañante a veces puede denotar inseguridad y temor al considerarse incapaz o inadecuado en su labor. El supervisor debe ayudarle a confiar en sí mismo, facilitándole que aprenda a dejarse guiar por la acción del Espíritu.
A veces, por esa misma inseguridad, puede desear mostrarse al supervisor como alguien con experiencia y tendiendo a absolutizar sus juicios e interpretaciones. El supervisor tratará de señalarle que, aunque podemos comprender a la persona que acompañamos, es un error, y puede impedir una real ayuda, una actitud de omnipotencia y omnisciencia ante el proceso de vida del acompañado. Habrá que trabajar la humildad para reconocer que es el Señor y la propia persona que, en diálogo con Dios, va buscando la verdad de su vida.
A partir de estas consideraciones, el supervisor está invitado a cultivar algunas actitudes con los supervisados, tales como:
- dar a conocer el objetivo de la supervisión permanentemente.
- estar abierto a intercambiar diversas ideas con sus pares.
- aplicar con honestidad su propio modo de supervisar por el cual ha optado.
- ser paciente; no pretender que los supervisados entiendan todo de inmediato.
- expresar una actitud humilde, que lo aleja de sentirse como alguien que tiene la verdad en sus manos.
- evitar mostrarse como gurú o ser el centro de la vida del supervisado.
- sentirse libre de poder exponer lo que observa y lo que siente, sin descalificar al supervisado.
- ser consciente de su propia contratransferencia; empatizar con lo que siente y vive la persona.
- invitar a que los acompañantes vayan encontrando su propio estilo, sin imponer el propio.
- recordar a la persona que se supervisa, que la supervisión no es un espacio de acompañamiento espiritual.
La Iglesia universal está de lleno enfocada en la preparación al sínodo sobre la
sinodalidad. La sinodalidad no es un concepto nuevo, aunque se viene hablando de ella de
forma más sistemática y frecuente desde el inicio del pontificado del Papa Francisco. Entre los
años 2014-2017, la comisión teológica internacional fue desarrollando una serie de discusiones
en torno a esta realidad, de las cuales surgió un documento llamado "¿o sinodalidad en la vida
y en la misión de la Iglesia", publicado el 2 de marzo de 2018.
Este documento señala que el trasfondo de este proceso se ubica en la línea del
paradigma presentado en Aparecida: la conversión misionera, la alegría del Evangelio y el
anuncio de la ternura misericordiosa de Dios; todo ello en vista a una doble reforma eclesial:
una reforma del espíritu de la Iglesia y de la propia institución. Se pone el acento, sobre todo,
en la vuelta a lo esencial, un "retorno al Evangelio" y no tanto en ciertos valores específicos,
que, siendo importantes, podrían oscurecer el núcleo de la experiencia de amor que abre el
corazón a Dios de las personas, particularmente de los más necesitados.
Hoy se aprecia la necesidad de hacer trasformaciones en un cierto tipo de estructura
eclesial que es resabio de las monarquías del siglo XVIII. El cardenal norteamericano nombrado
por Juan Pablo II, Avery Dulles (2002), indicaba que "Las actuales estructuras de la Iglesia,
especialmente en el catolicismo romano>, tienen una impronta muy fuerte de las pasadas
estructuras sociales de la sociedad europea occidental”.
No es fácil separar lo que representa una forma histórica variable de un valor teológico
permanente. Es frecuente observar en algunos personeros eclesiásticos fabricar una
argumentación teológica para fundamentar una inmovilidad a ciertas maneras de ejercer la
autoridad y el gobierno; argumentos que están inspirados, no tanto en la tradición evangélica,
sino en antiguos sistemas organizativos y políticos que permanentemente se han ido
transformando en el devenir de la historia.
“Ciertamente, el término sinodalidad es un concepto abstracto y plurívoco, que no se
encuentra explícitamente en la doctrina conciliar; si bien la celebración misma del Vaticano II
significó la recuperación de la concilioridad o sinodalidad esencial de la Iglesia. Por tanto, esta
noción se sitúa en el núcleo de la obra de renovación promovida por el Concilio” (Madrigal,
2019). Así lo expresa también Rugigieri (2017) que "el redescubrimiento de una Iglesia sinodal
(...) constituye uno de los efectos principales y visibles del Concilio Vaticano II"
No podemos negar también, que esté término origina desconfianzas y dudas. ¿Será la
sinodalidad un concepto eclesial "comodín" que nos sirve para dar respuesta a todas las
problemáticas o un término talismán que transformará automáticamente al Pueblo de Dios en
nueva forma de ser Iglesia?
Si bien la sinodalidad para algunos podría ser una forma nueva, la experiencia de los
sínodos episcopales, ha impulsado la consolidación de una categoría eclesiológica clave.
Tres parecen ser los elementos que determinan la importancia del adjetivo "sinodal": la
sensibilidad democrática de los pueblos, las investigaciones histórico-teológicas y el contacto
con las otras iglesias en el diálogo ecuménico. La idea de sinodalidad contiene un simbolismo
que detalla la identidad de la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino, en camino hacia el Reino,
y la llamada a vivir las exigencias del Evangelio, acentuando la común dignidad de los creyentes
y su corresponsabilidad en la misión recibida en el bautismo.
El término sínodo está compuesto por la preposición oúv, y el sustantivo ó6óq, e "indica
el camino que recorren juntos los miembros del Pueblo de Dios. Remite por lo tanto al Señor
Jesús que se presenta a sí mismo como «el camino, la verdad y la vida>" (Jn 14,6), y al hecho
de que los cristianos, sus seguidores, en su origen fueron llamados «los discípulos del
camino» (Cf. Hch 9, 2; 19,9.23; 24,14.22) (...) En la lengua griega utilizada en la Iglesia se aplica
a los discípulos de Jesús convocados en asamblea, y en algunos casos es sinónimo de la
comunidad eclesial. San Juan Crisóstomo escribe que Iglesia es el «nombre que indica caminar
juntos (oúvoóóc;)»" (Comisión Teológica, n. 3, 2018).
No se trata de entender la sinodalidad como un parlamentarismo eclesial, sino de
recuperar lo que históricamente han sido las asambleas, que tradicionalmente hemos llamado
concilios, y que hacen referencia a un principio fundamental de la Iglesia, a la comunión de los
creyentes y la comunión de Iglesias que se fundan en el misterio trinitario.
La sinodalidad señala el modo particular que califica la vida y la misión de la Iglesia. Debe
ser el modo de vivir y actuar: en el caminar juntos, en la celebración de la eucaristía y en la
escucha de la Palabra, en la fraternidad de la comunión y en la corresponsabilidad y la
participación de todos en la vida y misión según los distintos ministerios y roles.
En un sentido más específico, desde el punto de vista teológico y canónico, la sinodalidad
designa "las estructuras y los procesos eclesiales en los que la naturaleza sinodal de la Iglesia
se expresa de forma institucional (Sínodo diocesano, concilios particulares, conferencias
episcopales, concilio ecuménico y el Sínodo de los Obispos).
En un sentido más concreto, la sinodalidad designa "la realización puntual de los
acontecimientos sinodales", que involucran a nivel local, regional y universal a todo el Pueblo
de Dios, para discernir el camino y tomar decisiones concernientes la misión evangelizadora.
(CTn. 70, 2018)
Además del avance en la superación del clericalismo, lo que está en juego es la
incorporación del Pueblo de Dios como sujeto activo a los procesos fundamentales de decisión
dentro de la Iglesia. En la eclesiología pastoral de Francisco los procesos participativos no
atienden exclusivamente a una dimensión organizativa, sino que aspiran a relanzar el «sueño
misionero» (Madrigal, 2019)
Como una congregación y comunidad al servicio de la Iglesia, debemos acoger la
invitación del Papa Francisco a promover la sinodalidad a todos los niveles, renovando la
conciencia de lo que significa ser Iglesia y de lo que está llamada a ser en medio del mundo;
sabemos que es una oportunidad para convertirnos hacia formas de proceder más evangélicas,
dinámicas relaciónales más humanizantes y orientaciones pastorales que respondan a las
necesidades y problemáticas del hombre de hoy.
El ministerio de acompañamiento espiritual o pastoral debe ser vivido y desarrollado como un servicio eclesial. No es una labor que es fruto de una conquista personal, sino que es un llamado que debe ser confirmado por la comunidad. Una confirmación que tiene en cuenta las motivaciones, los rasgos de personalidad, la formación y la experiencia pastoral de varones y mujeres dispuestas a servir al Señor y a los hermanos. Esta idoneidad para esta labor, debe ser discernida por el propio sujeto, por la comunidad y ratificada a lo largo del tiempo. Es decir, una persona que ejerce un ministerio de la Iglesia podría perder la idoneidad por múltiples razones y de diversa índole: motivos de salud, crisis personales, ausencia de procesos de actualización y formación permanente, faltas a la ética pastoral, cansancios propios de su trayectoria, desmotivación para el ejercicio de la labor, etc.
Dado el carácter eclesial-comunitario de la tarea que desempeñan los acompañantes y de la exigencia humana-espiritual propia de un servicio pastoral, se hace necesario que estos acompañantes permitan y accedan a procesos de supervisión pastoral. La supervisión pastoral[1] puede ser comprendida como la escucha y orientación que desarrolla una persona al revisar el trabajo de un acompañante espiritual o pastoral o de un grupo de ellos.
El fin de esta supervisión es favorecer el desarrollo eficaz y responsable de la relación de ayuda o tarea evangelizadora, el cumplimiento de los objetivos de su ministerio y la práctica de los valores inherentes a su vocación. Dicho de otro modo, la supervisión sería el proceso de acompañamiento de un grupo de agentes pastorales que quiere crecer en su identidad humana y cristiana, dar solución a problemas, conflictos y desafíos de su quehacer pastoral, buscando siempre el bien de las personas a las cuales acompañan y ayudan.
Entre otras cuestiones, la supervisión pastoral implica preguntarse quién es la persona del acompañante, cuáles son las actitudes que expresa a la hora de relacionarse con sus acompañados o con un conjunto de cristianos que forman parte de una comunidad que acompaña. El acompañante debe preguntarse sobre cuáles son los énfasis antropológicos, teológicos y espirituales que están presentes en su práctica y si son coherentes con la situación vital, etapa evolutiva, el nivel de madurez cristiana de las personas que acompañamos y las propias búsquedas de la persona o grupo de fe. No debe confundirse la supervisión pastoral con las imprescindibles y necesarias reuniones de coordinación, planificación y evaluación pastoral que tienen que ver más con las tareas evangelizadoras y educativas que debemos realizar para ayudar a que otros vayan experimentando un itinerario de desarrollo y maduración de la fe.
La supervisión es un concepto que se aplica a varios ámbitos profesionales, especialmente en aquellos en los cuales se trabaja con personas. Es común ver a grupos de terapeutas, médicos, trabajadores sociales, que con un supervisor comentan los casos que deben atender y lo que experimentan a nivel personal estos profesionales en su practica clínica. Algo muy parecido desarrollan algunos formadores de seminarios o congregaciones religiosas, cuando dan cuenta de los procesos de acompañamiento que guían y se van ayudando a acompañar de mejor manera a los jóvenes en discernimiento. ¿Pero qué ocurre con otros ministerios de acompañamiento espiritual o pastoral dentro de la Iglesia? ¿Por ejemplo, son supervisados los párrocos, los responsables pastorales educativos, los catequistas o asesores de pastoral juvenil? ¿Cada uno es responsable solitariamente de su propio servicio eclesial o deben existir personas o instancias donde hablemos de cómo vivimos y ejercemos nuestro ministerio eclesial?
En el documento del año 2020, de la conferencia episcopal de Chile, Integridad en el servicio eclesial, (ISE), que contiene Orientaciones que la Iglesia Católica “ha decidido darse en Chile para asegurar, en cada servicio que ofrecemos, una cultura de buen trato, de respeto a la dignidad de cada persona, de cuidado y autocuidado, de unas formas y modos consecuentes con la esencia de nuestra misión”, se mencionan seis veces la palabra “supervisión”. En este texto, al referirse a los acompañantes espirituales, se les pide que además de recibir acompañamiento espiritual y formación permanente, se supervisen en torno a las dinámicas emocionales que experimentan con otras personas (p.52).
Aunque debería ser exigido para todo agente pastoral con una responsabilidad importante, el documento les pide a los sacerdotes, religiosos y consagrados - que reflexionen habitualmente sobre su práctica pastoral propia con un supervisor o consagrado competente y se mantengan actualizados sobre los conocimientos y comprensión de las Escrituras, la tradición y las enseñanzas de la Iglesia. Además, deben participar en procesos de autoevaluación o evaluaciones externas y supervisiones regulares (p. 59-60).
La supervisión es una “amplia visión” que nos permite observar, desde una distancia adecuada, una práctica espiritual o pastoral, no para revelar una verdad que posee el supervisor, sino que para ayudar a que el acompañante se piense y se observe a sí mismo, para descubrir lo que siente hacia el o los acompañados, examine cómo interviene y se relaciona, revise si cumple los estándares éticos, fomente sus habilidades y destrezas y discierna si está facilitando que las personas que acompaña puedan seguir creciendo humana y cristianamente.
La supervisión pastoral se practica por el bien del supervisado y de las personas que acompaña, proporcionando más verdad a los procesos espirituales que se van desencadenando en unos y en otros. El ejercicio de la supervisión no es más que un acto de responsabilidad ante el cuidado que debemos tener ante los hermanos y hermanas que el Señor ha puesto en nuestro camino. En este sentido, aunque la "supervisión pastoral" pueda ser una terminología nueva, las prácticas de supervisión son tan antiguas como la propia Iglesia. En el evangelio de Lucas se relata el envío de los discípulos y como al volver, <<le contaron a Jesús todo lo que habían hecho>> (Lc 9,10)
Lo que ocurre en la realidad, es que es una práctica poco usual. Estamos llenos de necesarias reuniones de diseño, planificación y evaluación, pero pocas veces, los acompañantes espirituales y pastorales tienen el especio para hablar de cómo se sienten y viven los fracasos, conflictos y crisis; a veces hay cierto pudor de hablar de las alegrías, de lo bien encaminado que va el proceso y de lo satisfecho que estamos con nuestro trabajo. No existe una tradición se supervisión tal como lo hemos planteado; menos aún personas que realicen esta supervisión. La experiencia muestra que esta practica en la Iglesia ha ido surgiendo por la iniciativa de los propios acompañantes y ministros que han decidido reunirse para ir expresando la visión que tienen unos de otros, reflexionan cómo ejercen su servicio y cómo se relacionan con los miembros de su comunidad y se plantean lo que deberían cambiar y convertir.
Imaginemos que un equipo pastoral colegial o parroquial, que permanentemente van trabajando juntos, pudieran tener un supervisor que cada cierto tiempo va dialogando con ellos acerca de lo que experimentan en todo su quehacer pastoral y en sus relaciones entre ellos mismos; más aún, tuvieran la oportunidad de señalar actitudes y aspectos a profundizar y modos y talantes que deben ser transformados, porque no ayudan a la evangelización y al buen testimonio cristiano. Todo ello sería un aporte muy importante para que el servicio de acompañamiento, en todas sus dimensiones, facilitara la experiencia de Dios y la pertenencia eclesial de las personas que participan en una comunidad pastoral.
¿Estarían preparados, por ejemplo, un grupo de religiosos o sacerdotes que atienden una obra apostólica, en un clima de confianza y respeto a expresar, honesta y sinceramente, las luces y sombras de cómo cada uno y los demás ejercen su servicio o ministerio? No se trata de enjuiciar, criticar, ni descalificar, sino, de escuchar y hacer las preguntas adecuadas que ayuden a examinar, en un clima de oración, nuestra verdad ministerial, descubrir cómo podemos enfrentar los desafíos y renovar en nosotros nuestra pasión por evangelizar y anunciar el Reino de Dios.
Debemos esforzarnos en superar los miedos y resistencias a escuchar cómo otros nos ven y cómo aprecian que desarrollamos nuestra labor; la falta de autoestima y nuestra inseguridad muchas veces no tolera recibir sugerencias o visiones distintas, que cuestionan nuestras creencias y estilos de acompañamiento. Hoy más que nunca, necesitamos de la ayuda de los demás, no sólo para organizar, sino que, para pensar nuestro quehacer pastoral, en el cual no somos el centro, sino Jesucristo y su Evangelio.
[1] En estas páginas no hacemos la distinción entre la supervisión de acompañantes espirituales que acompañan individualmente y la supervisión de un grupo de agentes pastorales (por ejemplo, un grupo de catequistas) que desarrolla una tarea común. Hablaremos en estas páginas del espíritu que está detrás de este importante servicio que en la Iglesia aún no se ha asumido sistemáticamente. En el próximo comunicado podríamos ofrecer de manera sintética lo que implicaría una supervisión en el acompañamiento espiritual y como ir trabajando la supervisión en el campo de la pastoral en general.
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