La comunión de los santos
La frase “La comunión de los santos” se incorporó al credo apostólico a finales del siglo IV. San Agustín, explicando el Credo a los catecúmenos, saltaba de “la santa Iglesia al perdón de los pecados”, sin mencionar para nada la comunión de los santos. El texto latino del credo indica –communio sanctorum– pudiendo ser comprendido de dos maneras: como la comunión entre las personas santas y la comunión con lo santo y lo sagrado. Se utiliza más la primera forma y es la que guarda el sentido más original.
En la antigüedad cristiana la palabra “santo” no tenía el sentido moral que le damos hoy; lo santo era todo lo que tenía relación con Dios. En el nuevo testamento, los santos son todos los que creen en el Señor (cf. Hch 9,13.32.41; Rom 8,27; 12,13; 1 Cor 6,1; 14,33; 16,1...) y que se ven a sí mismos como pecadores; no son comprendidos como “santos de pedestal”.
En consecuencia, también los pecadores, como todos nosotros, estamos incluidos en la comunión de los santos y nos beneficiamos de ello. Esta comunión se manifiesta tanto en el ámbito de los bienes espirituales como en el de los bienes materiales. Los cristianos no vamos hacia Dios en solitario, sino acompañados por todos los hermanos en la fe. Formamos –como dice el papa Francisco– “una gran familia, en la que todos sus miembros se ayudan y se apoyan mutuamente”. Y agregaba: “La comunión de los santos va más allá de la vida terrena, va más allá de la muerte y dura para siempre” (30 de octubre de 2013).
La comunión de los santos también demanda compartir los bienes materiales. La primera comunidad cristiana compartía todo, vendiendo incluso sus posesiones o hacían colectas para repartir el dinero entre los más pobres (Hch 2,42-47; 4,32-35; 2 Cor 8,9-15). El grado más intenso de comunicación de bienes debe darse en el interior de cada comunidad cristiana. Allí no debería tolerarse que haya pobreza, a no ser que esté compartida por todos. El segundo grado de comunicación de bienes debe darse entre las diversas comunidades cristianas. Por eso san Pablo estableció la ayuda de la Iglesia de Corinto a la Iglesia hermana de Jerusalén (cf. 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8,1-15). En un tercer momento, esta comunión debe alcanzar a los no cristianos: “Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? Hasta los paganos se portan así” (Mt 5,47).
Si ahora tenemos en consideración que el genitivo “sanctorum” es neutro, debemos hablar de nuestra comunión con todo “lo santo” que hay en la Iglesia, y particularmente de las dos “Mesas”: la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (DV 21); es decir, la palabra de Dios y los sacramentos. La Palabra y el lenguaje tienen un papel fundamental en la construcción de la psiquis y de la mente humana. De ahí que la palabra de Dios tiene poder y es capaz de cambiar la mentalidad del ser humano que se abre a esa verdad y acoge la gracia de Dios.
Así, el sistema simbólico se sustenta y se regula fundamentalmente a través del lenguaje, lo que evidencia que este último es la estructura esencial mínima e imprescindible de la condición humana, de nuestra percepción de la realidad y de nuestro conocimiento del mundo.
Pues bien, si la palabra humana tiene tanto poder, podemos imaginar cuánto mayor será el poder de la palabra de Dios.
El perdón de los pecados
En relación al perdón de los pecados, desde hace algunas décadas nos encontramos ante una crisis de la conciencia de pecado. Por un lado, se denota una disminución de la celebración del sacramento de la reconciliación y un reemplazo de la conciencia de pecado por la valoración de las acciones como un error, una negligencia o una consecuencia de nuestra debilidad. Más aún, se aprecia una indiferencia ante la propia responsabilidad frente a lo que decimos y hacemos.
Es bueno recordar que existe un sentimiento de culpa que es sano, que es aquel que asume el daño objetivo realizado a los demás o a sí mismo, tanto por lo ejercido como por lo omitido, sin caer en angustias ni ansiedades desproporcionadas; se trata de un sentimiento que busca una sincera conversión.
También existe una culpa insana, que es aquella que no genera una preocupación por el daño realizado, sino una inquietud por la propia imagen dañada; es decir, por no haber alcanzado aquel ideal de sí mismo o porque nuestra conducta contraria al evangelio ha sido observada o descubierta por otras personas, las cuales habrán construido una opinión inadecuada de nosotros. Será necesario realizar un correcto discernimiento ante este sentimiento de culpa, ya que no es fácil distinguir entre la culpa sana e insana.
Dicho lo anterior, hay algo aún más grave: la ausencia del sentimiento de culpa. Esto está presente especialmente en personas que poseen rasgos o trastornos narcisistas y anti sociales, que los lleva a cometer actos objetivamente malos y dañinos hacia los demás, en los cuales sentirán poco o ningún tipo de remordimiento ni arrepentimiento. Algunas de ellas, que aparentemente se relacionan socialmente de modo muy adecuado, no despiertan ningún tipo de sospecha, pero mantienen motivaciones e intenciones - en un continuum de rasgos - que pueden ser catalogadas de perversas.
Pues bien, lo que pretende el credo, no es afirmar que Dios está ávido de enrostrarnos nuestro pecado; sino que, por el contrario, nos invita a recibir su perdón y su misericordia, porque el Señor siempre estará dispuesto a perdonarnos, cuando asumamos nuestra condición de pecadores, estemos arrepentidos y dispuestos a reparar el daño realizado. Es así como el Espíritu Santo va actuando para que volvamos una y otra vez a la comunión con Dios, con los hermanos y con todo lo creado.
La resurrección de la carne
La resurrección de Cristo, de la que hablamos en la segunda parte del Credo, no fue algo que afectó exclusivamente a su persona. El Nuevo Testamento dice de él que fue “el líder (archēgós) de la vida” (Hch 3,15), el que “después de morir sería el primero en resucitar” (Hch 26,23), “el primogénito de los que triunfan sobre la muerte” (Col 1,18; Ap 1,5; cf. 1 Cor 15,20).
Cuando proclamamos que esperamos la “resurrección de la carne” no estamos pensando en la resurrección del cadáver. En la antropología bíblica, “carne” no equivale, como en castellano, a la parte comestible del cuerpo de un animal sino a la persona humana completa. Por eso cuando el prólogo del Cuarto Evangelio dice que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14) quiere decir que el Hijo de Dios se hizo hombre. Así, pues, el cristiano cree en la resurrección del ser humano; y del ser humano “todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (GS 3).
Pero, naturalmente, nuestra resurrección –como ya dijimos en su momento de la resurrección de Cristo– no será una “resurrección hacia atrás” para volver a tomar el cuerpo que ahora tenemos, sino una “resurrección hacia delante” para empezar la vida eterna.
Lo que encontraremos al otro lado de la muerte es otro orden de realidad del que todavía no tenemos experiencia, y por lo tanto no solo carecemos de palabras para describirlo, sino que incluso somos incapaces de imaginarlo. Con palabras de san Pablo, “lo que jamás vio ojo alguno, lo que ningún oído oyó, lo que nadie pudo imaginar, es lo que Dios tiene preparado para quienes le aman” (1 Cor 2,9).
La vida eterna
La “Vida eterna” es sinónimo de “salvación eterna”; es decir, lo que popularmente llamamos “el cielo”. La Biblia designa con la palabra “cielo” la morada de Dios (cf. Sal 2,4; 20,7; Ez 1,1; Mt 5,16; Lc 11,2; Rom 1,18). No solo eso; en los libros sagrados el cielo está tan íntimamente vinculado a Dios que incluso se utiliza como sinónimo suyo (cf. Dan 4,23; 1 Mac 3,18; Mc 11,30; Lc 15,18.21; Jn 3,27). Por tanto, la esencia de la vida eterna es disfrutar de Dios, gozar de la comunión de vida que Él nos concede, sin que exista ya la posibilidad de alejarnos de Él. En efecto, la tradición de la Iglesia ha afirmado siempre que, aun cuando lo esencial de la salvación sea disfrutar de Dios, poder hacerlo junto a las personas que hemos querido en esta vida aumentará todavía más nuestra felicidad. San Agustín, por ejemplo, decía que la salvación es “gozar de Dios y gozar juntos de Dios” (La ciudad de Dios, lib. 19, cap. 13).
Finalmente, a cada uno de nosotros y a la creación nos espera pasar por un momento de discontinuidad que en nuestro caso se llama “muerte” y en el de la creación, “fin del mundo”; pero esa discontinuidad no supone destrucción de lo anterior, sino transformación que lo lleva a plenitud.