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Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, Todopoderoso. Desde allí vendrá a juzgar a vivos y a muertos.

La ascensión no es un acontecimiento distinto a la resurrección, sino que es un rasgo de la misma; esto está confirmado al comprobar que en Mateo, Juan y Lucas solo se encuentran los relatos de la resurrección.

Es importante destacar que el evangelio según San Marcos terminaba en el versículo 8 del capítulo 16, pero un autor posterior (siglo II), dado que las apariciones de Jesús resucitado estaban muy reducidas resolvió extender el texto en 12 versículos e inspirándose en el evangelio de Lucas añadió: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue levantado al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (v.19). Por lo tanto, afirmamos que Lucas es el único evangelista que habla de la Ascensión; en los Hechos de los Apóstoles elabora un relato más extenso y detallado que en el evangelio. En los relatos de Lucas, hay una aparente discrepancia en la secuencia temporal de dos eventos: la resurrección y la ascensión de Jesús.

Según el Evangelio de Lucas, la resurrección y la ascensión ocurrieron el mismo día, mientras que en los Hechos de los apóstoles se menciona que la ascensión tuvo lugar cuarenta días después de la resurrección. Sabemos que para el pueblo cristiano está más arraigado este relato de los Hechos de los apóstoles.  Esto significa que Cristo estuvo oculto durante cuarenta días apareciéndose de vez en cuando a los discípulos. Los exégetas tienden a considerar que, si la Ascensión no es un segundo acontecimiento distinto de la resurrección, sino un aspecto de la misma, ambos sucesos ocurrieron el domingo de Pascua.

Los cuarenta días mencionados en los Hechos de los apóstoles son simbólicos y no representan la fecha de la ascensión de Jesús. En la Sagrada escritura el número 40 representa la preparación para una nueva situación: el diluvio duró 40 días y auguraba una nueva humanidad; el éxodo de los judíos hacia la Tierra Prometida duró 40 años; Jesús ayunó durante 40 días antes de iniciar su ministerio público; Cristo resucitado pasó 40 días antes de su ascensión al cielo apareciéndose a sus discípulos, preparándolos antes de enviarlos a predicar al mundo. Las apariciones -tanto las de Cristo resucitado como las de la Virgen o cualesquiera otras- deben ser manifestaciones milagrosas de alguien que está ya en el cielo.

¿Qué quiere decir entonces que Cristo resucitado «subió a los cielos»? No es fácil responder esta pregunta, pues cómo hablar de algo que ocurre más allá de la muerte. Ya decía Wittgenstein al final del texto Tractatus Logico-Philosophicus: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”, y eso es lo que hicieron Mateo, Juan y Pablo.  Lucas lo hará a través de símbolos y no con un lenguaje directo; es decir tratando de “expresar algo que no es así, pero que necesita expresarse así” (San Agustín, Tratado sobre la Santísima Trinidad, lib. 1, cap. 1, núm. 2).

El concepto <<ascensión>> no implica un desplazamiento físico. Es un símbolo que nos ayuda a comprender que una persona ha accedido a una situación mejor y que lo usamos en nuestra cultura a menudo. Cuando un profesor asciende en un cargo, no lo hace subiendo una escalera, sino que lo hace siendo ahora el rector del colegio. Ese cielo al cual se asciende no es aquello que explora un astrónomo, sino que el cielo, debido a su infinitud e inaccesibilidad es un símbolo universal y ancestral para referirse a Dios.

Conocemos que los judíos no podían mencionar la palabra Dios, por eso a partir del destierro en Babilonia podían decir: “Nadie puede tener nada, si el cielo no se lo da” (Jn 3,27). Fijémonos en que Jesús resucitado no dijo a María Magdalena <<subo al cielo>>, sino “voy a reunirme con el que es mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes” (Jn 20,17).

En relación a la <<nube>> donde se ocultó Jesús (Hch 1,9), es otro símbolo de la presencia de Dios; evoquemos la nube que guió a los israelitas por el desierto o aquella que aparece en el relato de la Transfiguración. Lucas termina su evangelio diciendo que cuando Jesús subió al cielo “los discípulos volvieron a Jerusalén rebosantes de alegría” (Lc 24,52). Ese comentario nunca podrán entenderlo quienes imaginan la ascensión como un desplazamiento físico que aleja a Cristo de nosotros para siempre. 

 El anuncio de la Ascensión se condensa en que Cristo, una vez terminada su misión en la tierra, retornó junto al Padre: “Salí de la presencia del Padre para venir a este mundo, y ahora dejo el mundo para volver al Padre” (Jn 16,28). Pero eso no expresa un abandono de su pueblo, sino todo lo contrario, por eso nos dice: “Por mi parte, yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20); “Ya me oyeron decir que me voy y que vendré para estar otra vez con ustedes” (Jn 14,28). El <<irse>> de Jesús es simultáneamente un venir con un modo nuevo de presencia: “Subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia” (Ef 4,10).

            En la relación a la segunda sentencia: “Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos” debemos, en primer lugar, recordar que el término usado por el Nuevo Testamento, para referirse a esta venida de Cristo al final de los tiempos es <<parousía>>; una palabra que significaba el ingreso público y triunfal de un rey en una ciudad.  Se utilizó esta palabra para indicar la diferencia con la primera venida del Señor, que trascurrió en su encarnación y abajamiento, y la segunda venida al final de los tiempos, que será “con el poder divino y la plenitud de la gloria” (Mt 24,30; 26,64). Hablamos de <<segunda venida>>, pero en realidad más que una venida de Cristo al mundo es una ida del mundo y de la humanidad a la existencia gloriosa del Señor resucitado.

            El cristiano reconoce que hay una vida después de la muerte y en esa otra vida el Señor juzgará a vivos y muertos; es decir, juzgará a todos. El juicio de Dios al final de los tiempos, que para el creyente coincide con el final de la vida, será la decisiva y abrumadora victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. Por eso las primeras comunidades cristianas anhelaban con todo su ser que llegara ese momento, por eso exclamaban: “Maranathá” (¡Ven Señor!), exclamación que se verbalizaba en las celebraciones litúrgicas. El problema está en que en los siglos posteriores los predicadores y teólogos fomentaron el miedo al juicio final, para movilizar la conversión de los pecadores. Esa pastoral del miedo se ha mantenido en algunas iglesias protestantes y en ciertos grupos neoconservadoras católicos.

            Por lo pronto, no debemos pensar que la salvación y la condenación son dos destinos igualmente probables para la humanidad. “Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (Jn 3,17). Por tanto, mientras la victoria final de Cristo y del conjunto de la humanidad es para el creyente una certeza absoluta –la Biblia dice que los salvados son “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar; gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9)–, la condenación sería, en el peor de los casos, únicamente una posibilidad para personas individuales.

Los Padres de la Iglesia explicaban que podemos servir a Dios por tres motivos diferentes: por miedo al castigo, lo cual es propio de los esclavos; para obtener una recompensa, lo que caracteriza a los mercenarios; y por amor, lo que es propio de los hijos. Entre esas tres motivaciones, los teólogos y predicadores fueron a elegir precisamente la más torpe: el miedo al castigo. Necesitamos recuperar la confianza mostrada por los primeros cristianos “aguardando el feliz cumplimiento de lo que estamos esperando: la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo” (Tit 2,13).

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