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Descendió al reino de la muerte (a los infiernos), al tercer día resucitó de entre los muertos.

El “descenso a los infiernos” es el enunciado más complejo de comprender para el creyente de hoy, por eso algunos teólogos consideran que debería ser reformulado; no es nuestro deseo rezar fórmulas que son inteligibles y obscuras, debemos tratar de entenderlas y descubrir su sentido salvífico.

En latín, «ad ínferos» significa que Cristo descendió hasta lo más bajo, sin embargo, esta comprensión se fundió con la idea de un lugar de castigo ubicado en lo más profundo de la tierra. La palabra hebrea que suele traducirse por infierno es “šeōl”; este no designa un lugar de condena, sino un lugar ininteligible donde se encontraban las sombras de los muertos, tanto justos como injustos.  ¿Qué hace Cristo en los infiernos o mejor dicho en el mundo de los muertos? Lo primero que se afirma es que Cristo murió realmente. Jesús desciende al reino de la muerte no para quedarse ahí, sino que para llevarse consigo a los que estaban en el šeōl.

Cuando se estableció la idea de “infierno” como “lugar de castigo”, se fue construyendo una leyenda de descenso de Cristo a ese lugar, para desplegar su victoria y tal vez liberar a los que estaban condenados. El original del Credo no pretendía hablar de descenso a un lugar de castigo, sino de un descenso al lugar de los muertos.

Solo dos textos del nuevo testamento nos hablan del descenso de Cristo a los infiernos (1 Pe 3,18-20; el segundo pasaje está en Ef 4,8-10). En la historia de la teología católica y también protestante, no habido, en general, interés por el tema del descenso de Cristo al infierno, que se fue incorporando como materia más explícita a finales del siglo IV.

Surge la pregunta de qué pasará con esas personas que no han conocido a Cristo, tanto porque nacieron antes, no han recibido el mensaje cristiano o no han podido creer en Jesús, aunque lo desearían sinceramente. Que Cristo desciende a los infiernos o al reino de la muerte quiere decir que está cerca de todos aquellos que han muerto. Pero no solamente Cristo actúa sobre los muertos de la historia, sino que del mismo modo por aquellos que experimentan un verdadero infierno en su vida, como los que padecen la dependencia de la droga, del alcohol o aquellos que sienten ahogados en una situación vital que no les deja respirar en paz: “Desde el fondo del abismo clamo a ti, Señor: ¡Escucha, Señor, ¡mi voz!, ¡atiendan tus oídos mi grito suplicante!” (Sal 130,1-2).

El descenso no se refiere a una bajada localizada, sino a un despojo o anonadamiento radical que estaría relacionado con aquellas imágenes neotestamentarias que afirman que Cristo se vació de su imagen divina revistiendo una figura de siervo (Flp 2,7), o que no teniendo pecado fue convertido por Dios en pecado (2 Cor 5,21), o siendo bendición de Dios (Mesías) se hizo para nosotros maldición (Gal 3,13). En el fondo, lo que expresa este artículo del credo es otro modo de la kénosis de Dios, “hasta la muerte” y su solidaridad con nosotros, que es la que da razón de ese anonadamiento. Si el descenso al mundo de los muertos o como quedo definido “a los infiernos” no es una designación espacial, tampoco “el tercer día” es precisamente una nominación temporal precisa.

Con respecto a la resurrección, para el Papa Benedicto XVI este acontecimiento no es un volver “hacia atrás”, como quien  retorna a la vida que tenía anteriormente; eso es lo que le ocurrió a Lázaro (cf. Jn 11,1-44), la hija de Jairo (cf. Mc 5,22-24.35-43) y el joven de Naín (cf. Lc 7,11-17): ellos volvieron a esta vida mortal y, por lo tanto, posteriormente nuevamente murieron.

Jesús resucita hacia adelante, no vuelve hacia atrás, sino que entra en la vida eterna, donde “Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (Ap 21,4). Es así como las primeras comunidades cristianas llamaron al día de la resurrección “el octavo día de la semana”, queriendo decir que Jesús resucitado había salido fuera del tiempo; era el primer día de la nueva creación.

Los textos del nuevo testamento concuerdan que Jesús resucitado se apareció durante cuarenta días en varios momentos a sus discípulos y junto con el Credo afirman que al “tercer día” después de su muerte resucitó; sin embargo, lo que ocurrió no es propiamente la resurrección si no la aparición del resucitado a los discípulos. Jesús inició una vida nueva inmediatamente después de su muerte, pero se manifestó a los suyos sólo tres días después. Obviamente que no podemos imaginar lo que “percibían” los discípulos cuando el Señor Jesús se mostraba ante ellos, ni ellos pudieron expresarlo adecuadamente; así lo dice Pablo citando a Jeremías e Isaías: “Más bien, como dice la Escritura: lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó; lo que Dios preparó para los que lo aman.” (1 Cor 2,9). Tal como Jesús experimentó una transformación radical en su resurrección, también los discípulos vivieron una metamorfosis espiritual. Pasaron del miedo y la desilusión a ser audaces anunciadores de la Buena noticia; en medio de la persecución sembraron semillas del reino tal como el Maestro se los había encomendado.

Aunque en tiempos de Jesús, ciertos grupos comenzaban a tomar conciencia de una esperanza de en una vida después de la muerte, estaba muy arraigada la teoría de la retribución divina. Es decir, que las personas que eran juzgadas y derrotadas no eran merecedoras de la bendición de Dios; por lo tanto, el trágico final de Jesús era signo de que todo era falso en él: su autoridad, su pretensión de ser el Mesías, y el anuncio de que el reino de Dios ya había llegado. Por eso los “tres días” son decisivos: que Cristo haya decidido libremente morir de manera tan cruenta en la cruz, no garantiza la verdad de su causa, sino que demuestra que creía en ella.

Los textos neotestamentarios contienen numerosas expresiones que conectan la resurrección de Jesucristo con nuestra resurrección futura. La teología de los Padres de la Iglesia a menudo utilizaba la metáfora del parto para comparar la resurrección de Jesús con el nacimiento de la cabeza, seguido infaliblemente por el nacimiento de todo el cuerpo. Jesús resucita como el primero, el primogénito entre muchos hermanos, no como el único; por lo tanto, al tener fe en Jesús, establecemos las bases para esperar en nuestra propia resurrección, como afirmamos en la última declaración del Credo.

El teólogo Torres Queiruga reconoce que la resurrección es un tema complejo y desafiante, y se pregunta cómo podemos entender este evento desde una perspectiva contemporánea. El autor señala que, aunque la resurrección es un acontecimiento trascendente, su comprensión no debe limitarse exclusivamente a la dimensión histórica, sino que debe profundizarse su significado teológico como evento salvífico. Queiruga plantea que la resurrección de Jesucristo se entiende más allá de la dimensión literal; es un acaecimiento que impulsa la fe y la esperanza en la promesa de vida eterna y la relación con lo divino. La resurrección representa una invitación a experimentar una transformación personal y comunitaria. Es un llamado a vivir en el amor y la justicia, y a construir un mundo más humano y solidario. Aunque la resurrección es un evento único en la historia, su significado y poder siguen presentes en la vida de aquellos que creen. Es a través de la fe y la participación en la comunidad cristiana que los seguidores de Jesucristo pueden experimentar de alguna manera la realidad de la resurrección en sus vidas.

Finalmente, debemos añadir que la resurrección de Cristo no significa el fin de la historia, lo que sí se puede afirmar es que nuestra propia resurrección anticipa ese final donde Dios será “todo en todas las cosas”. Decía muy acertadamente san Agustín: “no es cosa grande creer que Cristo murió. Eso también lo creen los paganos, los judíos y los perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos, en cambio, consiste en creer que Cristo resucitó” (San Agustín, In ps. 120,6).