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Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen

El Dios cristiano es esencialmente un ser relacional, es pura extroversión y donación; por lo tanto, es solo poder de amor que se entrega y se vincula recíprocamente ad intra de la trinidad y ad extra con el mundo. La voluntad de Dios no es otra cosa que su acto eterno de amor gratuito, constitutivo personal del Espíritu Santo. Así como el Verbo es engendrado en el Espíritu, así el mundo es creado, a través del Verbo (Jn 1,3), en el Espíritu.

Pero sólo Dios es necesario, el mundo no. La creación no aporta nada a Dios, que es un ser perfecto y feliz en sí mismo; la creación solo da “dolores de cabeza”. Sin embargo, dado precisamente que esa perfección y felicidad plena de Dios es, por lo mismo, esencialmente comunicativa en el Amor gratuito, Dios creó el mundo.  Hablando humanamente, la creación no le conviene a Dios, pues, como lo expresa el Vaticano I, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, "no le aumenta su bienaventuranza"; pero <<lo necio de Dios es más sabio que los hombres>> (1 Cor 1,25) y en ello Dios revela su esencia de gratuidad, propia de su ser perfecto.

El amor gratuito de Dios, su Espíritu Santo, le lleva a extravertirse de forma innecesaria hasta el punto que la creación implica mal, o sea carencia no-divina. La kénosis, el autovaciamiento divino, decidida por ese amor extravertido, que constituye el Espíritu propio de Dios, no sólo explica la encarnación redentora (Fil 2,7), sino también la creación destinada a ser asumida en ese designio salvífico (Rm 8, 19ss) que lleva a Dios a aceptar la muerte de su Hijo. Dios decide eternamente asumir personalmente la creación en el tú Jesús de Nazaret, hombre y Dios a la vez, solo para nuestra salvación; esa es la clave hermenéutica fundamental de nuestra fe.

¿Y nos salva de qué? De pensar que esa realidad mundana, exterior a Dios, que funciona por criterios profanos de poder, competencia y egocentrismo, considere que su valor eterno, su trascendencia, está en imponerse en esa tendencia natural del ser humano a la dominación. Dicho en términos bíblicos, intentar “ser como dioses” (Gn 3,5); lo que la tradición teológica llama la predisposición originaria a pecar: el pecado original. Por lo tanto, la razón de la encarnación del Verbo es que el hombre pueda descubrir que no vale más cuanto más se impone y somete a los demás a su voluntad; sino que está llamado como Dios a la extroversión, a donarse a sí mismo gratuitamente.

Si observamos con finura, por ejemplo, nuestras relaciones interpersonales, el ejercicio de la autoridad y la actuación de los gobernantes, nos damos cuenta de que estamos atravesados por este pecado original, que nos mueve a oprimir a los otros, a creernos superiores a los demás, a vivir individualistamente y desconocer la alteridad. Ante esta realidad humana el Señor nos dice: <<Padre, Señor del cielo y de la tierra, te alabo porque has ocultado todo esto a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así lo has querido tú>>. (Lc 10, 21).

El Dios que co­munica este conocimiento tiene una voluntad y unos proyec­tos, una eudokía, un beneplácito, soberano y caritativo. En este de­signio, se desactivan las fuerzas del mal, los po­bres, los pequeños y los marginados se convierten en los amigos privilegiados de Dios. Con la enseñanza y praxis de Jesús se invierte la lógica mundana, la cual el cristianismo primitivo to­mó conciencia; la primera comunidad valoró en la sociedad a los excluidos y se desarrolló al margen del poder judío religioso-político de su tiempo.

Carlos de Foucauld, al fin de su vida, en Tamanrasset, comentando la frase del Evangelio: “Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret” (Lc 2,51) afirmaba: "Toda su vida no hizo más que descender: descender encarnándose, descender haciéndose niño, descender obedeciendo, descender haciéndose pobre, abandonado, perseguido, torturado, poniéndose siempre en el último lugar...". Esto es la extroversión de Dios, abajarse para estar con los más humildes, con las personas de buena voluntad que buscan no dominar a los otros, sino servirlos.

El segundo aspecto de este artículo del credo, es que Jesús “nació de Santa María Virgen”. El texto de Lc 1,35, dice: <<El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios>>. En el misterio de la encarnación Dios entra en el mundo, en la existencia espacio-temporal que es donde nace todo ser humano.  Que nuestro Dios tenga rostro humano es, sin duda, la gran originalidad del cristianismo que lo distingue radicalmente de las demás tradiciones religiosas. El tema de María virgen ha resultado, ciertamente, un tabú en la historia del cristianismo, sobre todo cuando se ha leído en categorías maniqueas; como si ser virgen fuera una condición de mayor santidad que no serlo; esto ha hecho mucho daño, sobre todo cuando algunos consagrados han vivido el celibato y la virginidad con una ingenua idealización y otros con bastante hipocresía[1].

No se puede entender el misterio de María virgen como una mera metáfora ni tampoco como un tema ginecológico como algunos lo piensan; sino como una realidad teológica. ¿Qué significado teológico tiene decir que se encarnó en María virgen? La palabra παρθενον, que se traduce como virgen, no se refiere a la mujer que había decidido no tener relaciones sexuales; significaba simplemente una mujer que no tenía pareja, que estaba soltera. En el Antiguo Testamento no hay nunca una mujer que valore la virginidad; la virginidad es uno oprobio. Las mujeres israelitas a mayor cantidad de hijos procreados, más piadosas eran consideradas; ellas vivían del futuro mesiánico, de la palabra de Yahvé que había prometido bendecirlas con descendencia, del cual nacería el Mesías. Cuanto más vivían de esa expectativa mesiánica, menos valorada era la virginidad y por eso lloraban la esterilidad.

Es interesante destacar que la sagrada escritura utiliza este criterio de esterilidad señalando la infecundidad de muchas madres de personajes elegidos por Dios en la historia de la salvación para demostrar que Dios bendice y salva gratuitamente. En esa perspectiva, el nacimiento del Mesías de una madre virgen viene a indicar que ya no hay que esperar ni ansiar que, de la multiplicidad de hijos, nazca el Salvador, porque ya ha llegado, es Jesús de Nazaret. Desde ese momento, se empieza a valorar la virginidad como testimonio escatológico de que Aquel que tenía que venir ya ha irrumpido en la historia.

El verdadero significado de la virginidad es la referencia al absoluto de Dios y su reino.  San Ignacio de Antioquía, dándonos una lección de discreción escribió en los primeros años del siglo II que ella “fue un misterio clamoroso que tuvo lugar en el silencio de Dios” (Carta a los hebreos, XIX, 1). La propuesta es que, ante la pregunta sobre cómo ocurrió la concepción virginal de Jesús, nada cabe que decir.

A diferencia de lo que muchos creen, la concepción virginal no es, en primer lugar, una enunciación concerniente a María, sino a Jesús, y su mensaje es afirmar, en primer lugar, la doble naturaleza de Jesús: la divina, <<concebido por obra del Espíritu Santo>> y la humana, <<nacido de María>>; y, en segundo lugar, mostrarnos que la humanidad no puede conseguir con sus propias fuerzas la salvación que busca y desea, ésta siempre será una gracia inmerecida de Dios.



[1] No me refiero a las dificultades y exigencias propias del celibato, ni a las luchas y esfuerzos conscientes que implica la fidelidad, sino a las “dobles vidas”, a las relaciones de “pseudo-pareja” y a las intensas compensaciones por la renuncia realizada, que se denotan en las ansias de poder, en el consumo desenfrenado o en la búsqueda insistente de admiración, reconocimiento y protagonismo. Si no existe, ante la renuncia del ejercicio directo de nuestra sexualidad, un tesoro que abrazar (p.e. el seguimiento a Cristo y el anuncio de su Reino) que nos llene de pasión y alegre la existencia, la opción celibataria nos conflictuará, amargando y entristeciendo la propia vida y la de los demás.  

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